Los argumentos de García, Olazábal y Jiménez

Sergio García es, casi, el hombre más feliz: ama el golf y el golf le ama. Ama Estados Unidos y el circuito norteamericano le corresponde. Una primavera mágica, un mayo extraordinario. Una victoria y un segundo puesto en los dos últimos torneos. Vuelve a sonreír.

José María Olazábal es, casi, el hombre más feliz. Cuando se acerca un grande, el campeón del Masters de Augusta de 1994 y 1999, se transforma. Huele la importancia. Crece. Si no existieran esos torneos, quizá no sería golfista. Son, para él, la gran liturgia que todo lo justifica.

Miguel Ángel Jiménez anda tie...

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Sergio García es, casi, el hombre más feliz: ama el golf y el golf le ama. Ama Estados Unidos y el circuito norteamericano le corresponde. Una primavera mágica, un mayo extraordinario. Una victoria y un segundo puesto en los dos últimos torneos. Vuelve a sonreír.

José María Olazábal es, casi, el hombre más feliz. Cuando se acerca un grande, el campeón del Masters de Augusta de 1994 y 1999, se transforma. Huele la importancia. Crece. Si no existieran esos torneos, quizá no sería golfista. Son, para él, la gran liturgia que todo lo justifica.

Miguel Ángel Jiménez anda tieso y orgulloso, un buen habano en una mano, un hierro en la otra. Hace un año fue el mejor de los mortales, junto al surafricano Ernie Els, en Pebble Beach, aunque a 15 golpes de Tiger Woods.

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Hay tres españoles en el Open de Estados Unidos y los tres tienen algo que decir. Cada uno llega a Tulsa con un par de argumentos bajo el brazo. Los tres hablan de la posibilidad de ganar. Los tres saben, de todas maneras, que es casi imposible.

García ha superado el trauma vivido cuando se le hizo figurar como el Tiger blanco, el único rival posible, el europeo que había llegado para ponérselo difícil a Woods, el elegido de los dioses. Ahora siente que ya ha pagado la penitencia por su genialidad de hace dos años, aquel golpe desde detrás de un árbol en Medinah (Illinois), en el Campeonato de la PGA norteamericana, y su segundo puesto, reñido, tras Woods. 'Sabía que tenía que llegar el momento en que mi juego y mi suerte cuadraran', explica. Una vez rota la virginidad en América con su primer triunfo, se acabaron la presión y el agobio. Llega a Oklahoma para disfrutar. Ha conseguido lo que siempre ha buscado: que un error en un hoyo sea simplemente un error en un hoyo.

Olazábal también ha ganado este año un torneo, el Open de Francia, hace un mes. Es el mago de los hierros. Mejor que nadie en las distancias cortas. Dicen que también es de los peores en las largas, que el drive no es obediente y que apunta a la derecha y se le va a la izquierda. Pero el nuevo Olazábal, el que salió de la enfermedad para ganar en Augusta hace un par de años, también es el Olazábal menos cerrado: ya admite que le toquen el juego, ya cree en los consejos, ya se deja llevar hasta por Butch Harmon, el gurú de Woods. Ya acabará dándole recto y largo. Pero tiene otra cosa extraordinaria: piensa, elabora estrategias y las desarrolla, no sale a reventar cada hoyo. Sabe ganar sin jugar perfecto.

Si algo hace bien Jiménez es dar recto a la bola. Con los hierros y el putt. Y cada vez se deja impresionar menos. También piensa recto: desde que tuvo a Woods a su alcance, en aquel inolvidable Valderrama del 99, el bogey en el 18, el horror en el desempate. Allí también está su fuerza.

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