R. M.

He escuchado contar en distintas ocasiones que, en los instantes anteriores a la muerte, la mente nos juega una última mala pasada. Sin quererlo, la vida, nuestra vida, pasa por delante de nosotros a toda velocidad, como si la naturaleza quisiera justificarse y decirnos: esto se ha acabado, pero no te quejes, ya ves todo lo que has hecho. Siempre me ha parecido una figuración extravagante, porque nadie ha podido atestiguar que sea así. Sin embargo, lo que no podemos asegurar de los muertos, de los que se van, sí se puede predicar de los vivos, de los que quedamos. El miércoles, cuando me dijer...

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He escuchado contar en distintas ocasiones que, en los instantes anteriores a la muerte, la mente nos juega una última mala pasada. Sin quererlo, la vida, nuestra vida, pasa por delante de nosotros a toda velocidad, como si la naturaleza quisiera justificarse y decirnos: esto se ha acabado, pero no te quejes, ya ves todo lo que has hecho. Siempre me ha parecido una figuración extravagante, porque nadie ha podido atestiguar que sea así. Sin embargo, lo que no podemos asegurar de los muertos, de los que se van, sí se puede predicar de los vivos, de los que quedamos. El miércoles, cuando me dijeron que Ramón Mendoza había muerto, se me agolparon los recuerdos de los ratos que compartimos, siempre charlando de la pasión que nos unía: el fútbol. Muchos buenos ratos. Porque con Ramón era muy fácil pasarlo bien. Incluso después de perder. Y no es que fuera un buen perdedor, que no lo era. Es que tenía gracia y se reía y hacía reír a los que estaban con él aunque estuviera enfadado. La prensa de ayer lo reflejaba bien. Ramón Mendoza, muy a mi pesar, volvió a las portadas de los periódicos, como siempre sonriente, su foto más habitual.

Los madridistas le debemos mucho. Ligas, copas, pero, sobre todo, fútbol del bueno. El Madrid de Mendoza volvió a llenar el Bernabéu todos los domingos. Cuando venía el Barça, el Valencia o el Atlético, pero también cuando quien jugaba era uno de los llamados modestos. Contra los fuertes, había emoción, rivalidades históricas, títulos en juego. Contra todos, los difíciles y los que a priori lo eran menos, había espectáculo, goles y sobre todo fútbol, mucho fútbol. El nombre de Mendoza siempre estará ligado a la Quinta del Buitre. Debo decir que siempre he pensado que, salvando la homofonía respecto de Butragueño, ése ha sido el nombre menos afortunado que cabe imaginar. La Quinta jugaba al fútbol con velocidad, casi de memoria, creaba fútbol, se inventaba el fútbol. Se les veía disfrutar y hacían disfrutar a quienes les veíamos. Todo ello bien distante de las cualidades que el imaginario colectivo atribuye a los buitres. Era un Madrid tan divertido como su presidente. Para los que no recordamos con nitidez al Real de las cinco Copas de Europa, el de Ramón es el mejor que hemos visto jugar.

Mendoza hizo muchas cosas en su vida. Tenía un anecdotario inagotable. Tuvo, casi siempre, mucha suerte. También en el Real Madrid. Creo que sabía que, en lo deportivo, sólo le faltó una cosa: ganar una Copa de Europa. Casi todas nuestras conversaciones acababan en el vestuario de Eindhoven. Lo peor, concluíamos siempre, no fue perder la Copa ese año, sino que la Quinta dejó de creer en la posibilidad de ser el mejor equipo de Europa, el mejor del mundo.

Me cuesta hacerme a la idea de que se ha ido para siempre. Hay gente a la que cuesta mucho asociar a la muerte. La última vez que comí con él me quiso dar un consejo. Tómalo con calma, me dijo. En aquel momento le contesté que lo más difícil en la vida es escarmentar en cabeza ajena. Hoy, me gustaría decirle que le voy a hacer caso. Aunque él y yo sabríamos que, lo más probable, es que mi decisión no dure hasta mañana.

Alfredo Pérez Rubalcaba es diputado del PSOE y seguidor madridista.

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