ÁNÁLISIS | la semana

Qué, cómo, cuándo

La filtración oficiosa de la renuncia de Rodrigo Rato a seguir compitiendo por la candidatura del PP a la presidencia del Gobierno en las elecciones de 2004 ha revuelto las aguas populares al hacer aflorar el tema tabú de la sucesión de Aznar como jefe del Ejecutivo. Hasta la semana pasada, se daba casi por descontado que el actual vicepresidente económico del Gobierno ocuparía el lugar de Aznar en el supuesto de que éste se mantuviese fiel al compromiso de no permanecer en el poder más de ocho años seguidos; su condición de veterano militante (miembro de la vieja AP fundada por Fraga), los ap...

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La filtración oficiosa de la renuncia de Rodrigo Rato a seguir compitiendo por la candidatura del PP a la presidencia del Gobierno en las elecciones de 2004 ha revuelto las aguas populares al hacer aflorar el tema tabú de la sucesión de Aznar como jefe del Ejecutivo. Hasta la semana pasada, se daba casi por descontado que el actual vicepresidente económico del Gobierno ocuparía el lugar de Aznar en el supuesto de que éste se mantuviese fiel al compromiso de no permanecer en el poder más de ocho años seguidos; su condición de veterano militante (miembro de la vieja AP fundada por Fraga), los apoyos de las bases del partido y su brillante gestión ministerial durante la anterior legislatura avalaban esa hipótesis.

¿Cómo explicar la repentina pérdida de apetito de poder de alguien que no había mostrado anteriormente síntomas de anorexia política? Los cultivadores de la aznarología escrutan las declaraciones, los desmentidos y los silencios de los afectados por una noticia que parece anunciar fisuras dentro del Gobierno y del partido. Las hipótesis propuestas son abundantes y no necesariamente alternativas: las dificultades de las empresas del grupo familiar de Rato, su malestar por haber sido marginado de algunas decisiones importantes y responsabilizado de la fracasada fusión de las eléctricas, un gesto de independencia, autonomía y desafío frente al presidente, la negativa a dejarse manosear en una carrera sucesoria subordinada a reglas arbitrarias o desconocidas, un movimiento táctico para volver con más fuerza en vísperas electorales y hasta una crisis existencial sobre el sentido último de la vida.

La falta de respuestas concluyentes a las preguntas relacionadas -como en este caso- con el comportamiento de los actores en los conflictos internos de los partidos nace de las dificultades de acceder a las claves secretas que permiten descifrar los misterios de la vida interna de esas jerarquizadas organizaciones. Aunque la democracia representativa sea un sistema abierto, amparado por las elecciones libres posibilitadoras de las alternativas en el Gobierno y por las instituciones judiciales garantizadoras de los derechos individuales, los partidos encargados de mantener en funcionamiento la maquinaria estatal suelen configurarse como sistemas cerrados de poder, casi indistinguibles a veces de los regímenes autoritarios por las desorbitadas competencias conferidas a su máximo líder y la correlativa desprotección de los demás dirigentes y militantes.

Los términos en que Aznar ha planteado su eventual sustitución como candidato a la presidencia del Gobierno para la convocatoria del 2004 llevan al extremo esa concepción caudillista del partido: de acuerdo con sus propias palabras, el qué, el cómo y el cuándo del hecho sucesorio es una cuestión estrictamente suya. En 1998, los socialistas reemplazaron el viejo sistema de elección en segundo grado del candidato presidencial del PSOE a través del Comité Federal por las primarias, esto es, por la elección en primer grado de todos los militantes. Aznar suprime también la elección de segundo grado para nombrar a su sucesor, pero hace retroceder el procedimiento de designación del candidato hasta la fórmula mexicana -ya abandonada- del tapado señalado por el dedazo presidencial.

Aznar anunció el pasado lunes que haría pública su decisión sucesoria, tomada en la soledad de su despacho, poco antes de las elecciones del año 2004. Las elecciones autonómicas de la primavera del año 2003 despejarán, sin embargo, parte del enigma, ya que permitirán saber si Zaplana y otros barones territoriales quedan descartados de la sucesión (por el hecho de presentarse a los comicios regionales para revalidar sus mandatos presidenciales) o se disponen a dar -como acaba de hacer Lucas- el salto al escenario nacional.

La espantada de Rato había sido precedida por otras renuncias -no solicitadas- a la carrera sucesoria. ¿Cabría interprertar todos esos movimientos como el resultado de una estrategia concebida e impulsada desde el poder para crear las condiciones de imposibilidad de la retirada de Aznar y justificar así la presentación de su candidatura? Aun sin desechar esa conjetura, hay razones para ponerla en duda. En primer lugar, los elevados costes de imagen para el interesado del incumplimiento de la palabra. Además, la continuidad de Aznar como presidente del PP le permitiría vigilar a su sucesor en el palacio de la Moncloa y ensayar la fórmula de la bicefalia que le ha proporcionado a Xabier Arzalluz el control sobre el palacio de Ajuria-Enea. Finalmente, la renuncia del 2004 no le impediría a Aznar regresar a la presidencia del Gobierno en una futura legislatura.

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