Grande y peligroso

El duro y emocionante deporte del pedal tiene a la muerte como compañera de juego

El ciclismo es grande porque es duro, emocionante y peligroso, tres ingredientes fundamentales. La muerte es una compañera del juego, incluso en los entrenamientos. La historia de la bicicleta está jalonada de hazañas, de fracasos y de su lista negra de accidentes. La mayoría de tragedias del pedal son anónimas, alcanzan en cualquier carretera al aficionado que muchas veces ni siquiera aspira a competir, sino a disfrutar sólo de un ejercicio saludable al rodar unos kilómetros. El número de muertos con nombre conocido es mínimo en comparación con las cifras que confirman sin parar la peligrosid...

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El ciclismo es grande porque es duro, emocionante y peligroso, tres ingredientes fundamentales. La muerte es una compañera del juego, incluso en los entrenamientos. La historia de la bicicleta está jalonada de hazañas, de fracasos y de su lista negra de accidentes. La mayoría de tragedias del pedal son anónimas, alcanzan en cualquier carretera al aficionado que muchas veces ni siquiera aspira a competir, sino a disfrutar sólo de un ejercicio saludable al rodar unos kilómetros. El número de muertos con nombre conocido es mínimo en comparación con las cifras que confirman sin parar la peligrosidad de montar en el débil ingenio de las dos ruedas: más de 1.000 personas fallecidas en la última década, según datos de la Dirección General de Tráfico.

Al margen de cualquier medida de seguridad, de carriles-bici, del casco o de advertencias a ciclistas y automovilistas, la ley del más fuerte y del más débil seguirá imperando siempre. Buena prueba de ello la da que las tragedias continúan incluso en las pruebas profesionales y con protagonistas más avezados para entrenarse que los simples cicloturistas, los entrañables globeros. El peligro acecha en la preparación o en las carreras, sin que fallen siquiera los controles de tráfico. Simplemente, la bicicleta, como el peatón, es el material débil ante la velocidad y la física. Nombres que hicieron historia en la competición, o que se quedaron en camino de poder escribirla, lo han ido corroborando desde hace mucho tiempo.

La tragedia de los Otxoa ha tenido varios precedentes similares en España. José Luis Talamillo era un sufrido de la bicicleta y casi perenne campeón de ciclocross. Pero el poco dinero lo daba la carretera y en ella murió. No aguantaba las Vueltas a España (sólo acabó la de 1959, la del fracaso de Coppi, en que quedó 16º), y abandonó en las ediciones de 1958, 1960, 1961 y 1965, su año fatídico. Pasó de la gloria, al ganar esa temporada la Semana Catalana, a morir atropellado mientras se entrenaba.

Antes y después de Talamillo también perdieron la vida dos modestos, Francisco Alomar (1955) y Jesús Rodríguez Inguanzo (1982). Pero la tragedia más significativa se produjo en 1994. El 17 de febrero de ese año el proyecto de sucesión de Miguel Induráin quedó frustrado en el kilómetro 338 de la nacional 320, en el término de Redueña, a cuatro kilómetros de Torrelaguna, en la sierra pobre de Madrid. Allí, a 4.000 metros de su casa, el espejo retrovisor de un camión isotermo de ocho toneladas, golpeó en la cabeza a Antonio Martín y lo mató en el acto. A sus 23 años era la gran esperanza del ciclismo español y de José Miguel Echávarri. 'Delgado es el pasado; Induráin, el presente y Martín, el futuro', decía de él el carismático director del Banesto. Completo, inteligente y oportunista, ya había sido con 21 años la revelación en la Volta a Catalunya (tercero tras Induráin y Rominger), cuando aún le faltaba un lustro para madurar. Pero, sobre todo, se había convertido en la confirmación de una estrella en ciernes con su gran Tour de 1993, en el que fue mejor debutante con su 12º puesto. Antonio, que ya había sido lanzado en una ocasión a una cuneta por un coche, cayó de forma definitiva. Unos meses antes daba un consejo a los aficionados a salir en bicicleta: 'Que elijan carreteras con arcén grande y que vayan con precaución y cuidado, porque a la mínima te pueden tocar'.

De todas formas, la mayoría de tragedias que han alcanzado a ciclistas conocidos se han producido en competición. Los caídos existen desde los años 30, cuando las carreteras eran malas y las máquinas también, pero la velocidad era suficiente y los precipicios siempre estaban. Francisco Cepeda fue el primer protagonista trágico. Cayó en el descenso del mítico Galibier, durante la etapa del Tour de 1935 que terminaba en Bourg d'Oisans.

Los nombres más sonados vinieron después. Valentín Uriona fue un integrante de las generaciones gloriosas del Kas, ganador por equipos en las Vueltas de 1964 y 1966. Él mismo fue séptimo y sexto, respectivamente, en la general individual, y al año siguiente se mató al caerse en el Campeonato de España. Era en 1967, cuando pocas semanas después Tom Simpson moría en el Tour por sobredosis de anfetaminas en las laderas del Mont Ventoux.

Cinco años más tarde, en 1972, uno de los granadinos hermanos Galera, Manuel, quinto en la Vuelta de 1971 y habitual en el ciclismo de aquella época, también se mataba en la de Andalucía. Juan Manuel Santisteban, el gregario modelo, caía en el Giro de 1976 por llevar al extremo su trabajo. Se fue en una curva contra un pretil. No estaba bajando un puerto, pero fue parecida a la desgracia del italiano Fabio Casartelli, campeón olímpico en Barcelona 92 (su única gloria), fallecido en el Tour de 1995 en el descenso del Aspet.

La figura más emblemática rota quizá haya sido el plusmarquista de longevidad portugués Joaquim Agostinho, tercero en los Tour de 1978 y 1979, además de ganador de cinco etapas. En 1984, cuando a sus 41 años estaba a punto de igualar el récord de participaciones del holandés Joop Zoetemelk, 14, y de superar las 13 de Raymond Poulidor, una caída en Vuelta al Algarve al cruzarse un perro, le llevó a la tumba. Su muerte, tras un cúmulo de errores que acabaron con su extraordinaria resistencia física, recuerda a la del torero Paquirri, que fallecería sólo unos meses después. No había médico en la carrera, ni especialista en el hospital de Faro. Tras cruzar la meta ya groggy cayó en coma y debió sufrir un traslado en coche hasta Lisboa, a 350 kilómetros, para ser operado ya inútilmente de su hemorragia cerebral. Duró 10 días.

La historia trágica más reciente ha vuelto con los más modestos. José Antonio Espinosa (1996, Critérium de Fuenlabrada), tras chocar con un miembro de la organización; Vicente Mata (1987, trofeo Luis Puig) y Saúl Morales (2000, Vuelta a Argentina), contra un coche y un camión que no respetaron la neutralización de las carreras. El velocista Manuel Sanroma se desnucó contra un bordillo al caer a un kilómetro de la meta en la segunda etapa de la Volta a Catalunya de 1999. Era el sprinter de moda tras ganar siete llegadas esa temporada. Después de uno de sus triunfos había dicho: 'Paso mucho miedo, porque a 70 kilómetros por hora hay toques con los codos y mucho peligro de caídas'.

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