Crítica:CRÍTICA | TEATRO

Final del juego

Hay en este montaje un momento, central en lo que toca a su duración y quizás también a sus propósitos, en el que el personaje Dalí pasa revista a la pintura contemporánea disfrazado con un estrafalario uniforme en todo idéntico al del payaso serio, mientras que una ristra de ridículos pintores -entre los que se encuentran Mondrian o Kandinsky, Pollock o Tàpies- desfilan ante el del bigote erecto como niños envidiosos y peseteros con su disfraz de payasos risibles. Antes de ese punto de inflexión, Boadella se ha tomado la molestia de mostrar a un Dalí moribundo que recuerda sus tiempos de la i...

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Hay en este montaje un momento, central en lo que toca a su duración y quizás también a sus propósitos, en el que el personaje Dalí pasa revista a la pintura contemporánea disfrazado con un estrafalario uniforme en todo idéntico al del payaso serio, mientras que una ristra de ridículos pintores -entre los que se encuentran Mondrian o Kandinsky, Pollock o Tàpies- desfilan ante el del bigote erecto como niños envidiosos y peseteros con su disfraz de payasos risibles. Antes de ese punto de inflexión, Boadella se ha tomado la molestia de mostrar a un Dalí moribundo que recuerda sus tiempos de la infancia, y es probable que le parezca suficiente con las evoluciones de un niño puñetero y travieso como origen cierto de las genialidades adultas del pintor.

En el desarrollo de ese arranque, que resulta muchas veces demasiado repetitivo, Boadella arremeterá contra la prensa, los fotógrafos y un montón de profesionales más, a los que muy probablemente considera como parásitos de la genialidad ajena. Nada que oponer a esa clase de megalomanía, aunque igual hay que señalar que ese tipo de mirada se corresponde en casi todo a la del sujeto agrario siempre dispuesto a demostrar que a él no se le engatusa como si fuera un paleto. Más allá de sus reconocidas facultades para la provocación de iconoclasta subvencionado, ocurre que en Boadella se va acrecentando con el paso de los años esa desconfianza natural del pagés ante todo aquello que toma por puro camelo, a la vez que los recursos de su puesta en escena son cada vez más deudores de la más avanzada tecnología urbana.

También es frecuente en la última etapa de Els Joglars la afición a destacar las cosas más de su gusto a expensas de ridiculizar las que detestan, de manera que aquí no se sabe bien si tiene más fuerza la ambigua reivindicación de un sujeto como Dalí o el intento de menospreciar a todos los que no tuvieron la fortuna de ser como el maestro. Así, Joan Miró será una niña juguetona ante la condescendencia del bigote daliniano, y Picasso un muñequito de falla que manejan a su antojo un puñado de intelectualillos afrancesados. Ya es sabido que la acentuación de los contrastes es el mejor camino para ahorrar al espectador el consumo de neuronas, aunque tampoco parece obligado, con tantos años de teatro a sus espaldas, recurrir a puerilidades tan extremas.

Pueril es la construcción escénica de García Lorca, provisto de un tricornio como tocado, que a la vez es Gala, quien a su vez es la madre del Dalí niño, etcétera. Eso ya no es polisemia sino mezquindad conceptual. En realidad, puestos en la noble tarea de desenmascarar camelos posibles o palpables, y más allá de una voluntad infantil de escandalizar desde la caja a la italiana en los tiempos de Internet, tampoco estaría de más considerar este montaje como un camelo fastuoso que domina a la perfección el truco del teatro para engatusar a sus potenciales clientes. El asunto incluye una traca casi final en homenaje a Velázquez, que ese sí pintaba de verdad y no como otros. Pero es que, claro, que se sepa ninguno de los pintores mencionados, ni de tantos otros, ha puesto jamás en duda el magisterio del autor de Las Meninas. Ahí está la trampa y el abundante cartón de este montaje que cierra un ciclo de manera menos afortunada que sus precedentes.

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