Sydney 2000

Australia engrandece el deporte

En un momento de confusión y desconfianza, Sydney ha logrado reconvertir los Juegos en algo mágico

Los australianos son un pueblo joven, sin prejuicios, con una vitalidad que se traslada irremediablemente hacia el deporte. Es una decantación natural, alentada por las condiciones de un país de espacios enormes, clima benigno y gente decidida. En Australia, el gran deportista recibe un trato patricio, el tipo de reconocimiento que se dispensa a los poetas, músicos o pintores en otros lugares, donde se hace historia a través de la cultura. De alguna forma, la historia australiana se explica a través de sus ases. Este país de 18 millones de habitantes ha producido fabulosos nadadores y atletas,...

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Los australianos son un pueblo joven, sin prejuicios, con una vitalidad que se traslada irremediablemente hacia el deporte. Es una decantación natural, alentada por las condiciones de un país de espacios enormes, clima benigno y gente decidida. En Australia, el gran deportista recibe un trato patricio, el tipo de reconocimiento que se dispensa a los poetas, músicos o pintores en otros lugares, donde se hace historia a través de la cultura. De alguna forma, la historia australiana se explica a través de sus ases. Este país de 18 millones de habitantes ha producido fabulosos nadadores y atletas, pilotos de fórmula 1 y campeones inolvidables de motociclismo, espléndidos jugadores de golf, tenistas, jinetes... Quizá se trate de la nación más agradecida con el deporte, a través de una relación apasionada que se ha reflejado con nitidez en los Juegos de Sydney.El mundo del deporte necesitaba más a Australia de lo que los australianos necesitaban los Juegos Olímpicos. En un momento de confusión y desconfianza, después del escándalo de los sobornos en el COI y de los conflictos en la persecución del dopaje, los Juegos han tenido el privilegio de celebrarse en Sydney. Ha sido una edición soberbia, con unos beneficios indiscutibles para el deporte mundial. La energía australiana ha resultado contagiosa en todos los órdenes. La organización ha sido ejemplar y la afluencia masiva. Se ha visto un publico entusiasta y respetuoso, feliz por el hecho de disfrutar del acontecimiento deportivo más importante del planeta. No había cinismo, ni mercadeo, ni pose. Ni tan siquiera un nacionalismo sectario. Las victorias de Ian Thorpe o Cathy Freeman se recibían con delirio, pero lo mismo ocurrió con Van den Hoogenband o Marion Jones. Nada alcanzó tanta significación como la respuesta en el estadio olímpico a la victoria del cubano Pedroso sobre el australiano Jay Taurima en el salto de longitud. 100.000 espectadores reconocieron la magia de Pedroso en el último intento, cuando el saltador local parecía ganador. Ese momento dice todo de los Juegos de Sydney, donde los deportistas han sido reyes. Nada ha distraído de esta realidad. Para el Comité Olímpico Internacional, Sydney ha sido la mejor noticia posible después de tantos desafueros, después del fracaso de Atlanta, después de tantas dudas sobre el futuro de los Juegos Olímpicos.

Juan Antonio Samaranch, que tenía como costumbre declarar a cada edición como la mejor de la historia, negó esa condición a Atlanta, donde comenzaron a observarse los problemas que se abatieron poco después sobre el COI. En Sydney, Samaranch prácticamente se despidió de su cargo. Lo hizo aliviado por el éxito de los Juegos, comparable al de Barcelona 92. No recurrió al tópico cuando se refirió a Sydney como los más grandes Juegos jamás celebrados. Le salió del alma. Sabía muy bien que Australia ha hecho una de las cosas que mejor sabe: convertir el deporte en algo mágico.

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