Sydney 2000 GIMNASIA

Ese muchacho 'desbolado'

La casa familiar de Deferr se inunda de felicitaciones; su pueblo permanece ajeno al éxito

La calle Urgell está tranquila. Como cualquier otro lunes no festivo en Premià de Dalt, un pueblecito costero del Maresme barcelonés. Sólamente el número cinco de la calle registra más movimiento del habitual. Uno de sus nueve inquilinos, Gervasio Deferr, acaba de colgarse, en los antípodas, la medalla de oro que le acredita como el mejor saltador de potro en los Juegos Olímpicos de Sydney.En su casa, el teléfono no para de sonar. Conocidos y medios de comunicación se afanan en participar del momento. José Luis Deferr, el padre del campeón olímpico, se ha convertido en el anfitrión perfecto. M...

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Costumbre rota

La calle Urgell está tranquila. Como cualquier otro lunes no festivo en Premià de Dalt, un pueblecito costero del Maresme barcelonés. Sólamente el número cinco de la calle registra más movimiento del habitual. Uno de sus nueve inquilinos, Gervasio Deferr, acaba de colgarse, en los antípodas, la medalla de oro que le acredita como el mejor saltador de potro en los Juegos Olímpicos de Sydney.En su casa, el teléfono no para de sonar. Conocidos y medios de comunicación se afanan en participar del momento. José Luis Deferr, el padre del campeón olímpico, se ha convertido en el anfitrión perfecto. Maurici, en cambio, asiste al ajetreo sin comprender lo que pasa. Con apenas dos años, es el benjamín de la casa. Como a su hermano Gervasio cuando tenía su edad, sólo le interesa mostrar su equilibrio trepando al lugar más escarpado.

Teléfono en mano, y enfundado en la zamarra de Boca Juniors, el equipo de Buenos Aires, predilecto en la casa desde que José Luis Deferr abandonó su Argentina natal perseguido por la dictadura, acoge, con dulzura porteña y orgullo de padre, la felicitación de la vecina contigua. "Yo no lo he visto, pero cuando mi hijo me lo ha dicho, me he alegrado tanto... Son veinte años viéndole dar volteretas", explica, risueña, la vecina, al tiempo que señala el tramo de carretera que Gervi, el compañero de juego de sus hijos, recorría apoyado en las dos manos.

Solícito, el padre de Deferr abre las puertas de su casa y se presta a contar cómo ha vivido la hazaña de su hijo. "Me siento muy orgulloso, pero nada sorprendido. Sabía que era capaz de lograr eso y mucho más", explica.

Quizá fue esa seguridad, o todo lo contrario, lo que le mantuvo en la cama hasta que Gervi tenía asegurada, como mínimo, la medalla de plata. Entonces, María, su segunda esposa, corroída por los nervios desde las seis de la mañana, no pudo resistir arrancarlo de las sábanas. "Lo peor que puede pasar ahora son buenas noticias", le dijo. Rompiendo la costumbre, esta vez, cuando Gervi luchaba por el oro olímpico, su padre no se había ido a pescar.Ilda, su abuela llegada hace tres meses desde la Argentina, no paró de rezar. Encerrada en su cuarto, ajena a la tele, soportó los nervios -"creo que la presión me subió a treinta"- a base de oración.

Mientras el pueblo vive ajeno a su campeón olímpico, en casa de los Deferr ansían el regreso de Gervi, ese muchacho "espontáneo, caradura y desbolado [alocado]" que, antes de lograr el oro, cansado de viajar, decía que estos serían sus últimos Juegos.

Ya ha cambiado de opinión. Gervi busca ahora un día libre para correr a la céntrica plaza barcelonesa, Universitat, a contornear su cuerpo, tatuado con una medalla diseñada por su hermano, a ritmo de break. Dicen que lo hace muy bien.

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