Entrevista:

"El tiempo se ha echado encima"

José Hierro Real. Poeta. Todos los premios. Un existencialista, agricultor, hombre de oficios muy variados que no ha alcanzado, en ninguno de ellos, el grado de la pedantería: está en las antípodas del engolamiento; su cabeza es portentosa, como un puñetazo en el aire, y la cuida cada día como su seña de identidad. Ha pasado por un duro trago de salud, que le ha tenido en las UVI de respiración de varios hospitales, pero ha salido del trance fortalecido, respirando. Dice que el tiempo se le ha echado encima; sus últimos libros de poemas han sido éxitos de ventas, pero no cree que eso haya ...

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José Hierro Real. Poeta. Todos los premios. Un existencialista, agricultor, hombre de oficios muy variados que no ha alcanzado, en ninguno de ellos, el grado de la pedantería: está en las antípodas del engolamiento; su cabeza es portentosa, como un puñetazo en el aire, y la cuida cada día como su seña de identidad. Ha pasado por un duro trago de salud, que le ha tenido en las UVI de respiración de varios hospitales, pero ha salido del trance fortalecido, respirando. Dice que el tiempo se le ha echado encima; sus últimos libros de poemas han sido éxitos de ventas, pero no cree que eso haya supuesto resurrección alguna de su figura como escritor porque siempre estuvo presente, en las antologías o en las citas. Éstas le dan igual, desde niño se curó de la egolatría. Habla como una locomotora, y se ríe de lo que dice incluso cuando se pone solemne. No es nada solemne, por cierto, pero es real como el hierro de su nombre.José Hierro (Pepe, como quiere y le llaman todos) nació en Madrid el 3 de abril de 1922. En 1998 ganó el Premio Cervantes y publicó un libro inolvidable, Cuaderno de Nueva York. El año pasado sacó Música y Antología poética.

Pregunta. Muy pocas veces se dice su segundo apellido. Llamarse José Hierro Real es muy simbólico sobre cómo es usted, ¿no?

Respuesta. Un desafío para franceses, también (lo dice pronunciando la erre gutural francesa), es muy difícil para un extranjero, sí.

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P. ¿Cómo se lleva con su nombre?

R. ¿Con mi nombre? Bien. Pepe. A condición de que no me digan José. Si hablan de José me parece que es otra persona... Pues me llevo muy bien, no lo discuto. Es el que me dieron, no lo he ganado a pulso. Pero no me cuesta.

P. Tiene usted una biografía que en el último tramo es como la de grandes actores clásicos que de pronto se consolidan también ante el público y ya forman parte de un patrimonio. ¿Cómo ha vivido esa consolidación?

R. A mí nunca me ha gustado quejarme, y además no tengo razones para hacerlo. El que un libro se venda mucho es una cosa que te halaga, pero en ningún momento te cambia la vida. Fíjate que yo he estado veintitantos años sin publicar un libro, pero aparecía siempre en las antologías, estaba vivo. Así que no me ha sorprendido la situación actual, excepto porque de pronto un libro se vende más de lo que se venden los libros de poesía. Yo tengo una idea muy rara del tiempo: me parece como si todo estuviera en el presente. Para mí tiene el mismo tamaño lo que pasó hace 40 años que lo que ocurre ahora; así que no he notado diferencia en cuanto al supuesto olvido o a la supuesta recuperación.

P. Así que no entiende usted que la gente haya dicho "teníamos acá a Pepe Hierro y no nos habíamos dado cuenta...".

R. Siempre hubo un tipo que se llamaba Pepe Hierro, no es un olvidado recuperado. Ha habido poetas importantes, importantísimos, como han podido ser Carlos Edmundo de Ory o Paco García Baena, que han tenido años, o momentos, en que estaban olvidados..., pero ése no ha sido mi caso. Siempre se me citaba, nunca he sido un olvidado, de modo que ahora no puedo decir "me estoy vengando de todo aquello que me ha ocurrido".

P. Su biografía es la de un hombre de este país, vivió de modo doloroso la guerra civil, en la posguerra hizo los más variados oficios, pero siempre fue silencioso sobre sus propios sufrimientos... ¿Cuál es su propio autorretrato?

R. Alguna vez dije que era el esclavo más libre; esclavo es el que hace algo al servicio de alguien, pero no pierde su identidad. No tengo ningún resquemor. He hecho muchos oficios y nunca he exclamado "¡con lo genial que soy, cómo hago esto!". He pagado peajes y no me he sentido humillado. He sido libre y he sido todo lo trabajador activo que he podido. Hoy no tengo ninguna obligación laboral, estoy en la clase pasiva, pero, como sigo teniendo ese sentimiento plano del tiempo, me veo siempre igual, activo; estoy más viejo, más calvo, evidentemente, así que no cometo la torpeza de asomarme al espejo y decir "estoy como hace veinte años". Estoy viendo siempre la misma cara, desde que me afeité por primera vez, a los diecisiete años, y la impresión que me da es que no se ha modificado nada, que soy el mismo. Aunque en el trato con los demás sí sé que hay cosas que se pueden hacer a los veinte años y que resultan imperdonables a los 68.

P. En otoño de 1981, después del golpe de Estado de Tejero, usted habló ante el Príncipe de Asturias en Oviedo y le contó lo que le podía pasar a este país si se rompía la democracia. ¿Latía en usted en ese momento su propia experiencia? ¿Cuál fue la intención de su discurso?

R. Soy muy fatalista, pasa lo que tenga que pasar. Sabía que no iba a ocurrir más una cosa así, pero precisamente por el ejemplo que aquella noche del 23-F había dado el padre del Príncipe, el Rey. Todos estábamos con el transistor, aquello no fue Fuenteovejuna, fue el Rey quien dijo basta. En aquel discurso lo que traté fue de exponer la impresión de un español más, tan cobarde como los demás, que aquella noche del golpe se había pasado todo el tiempo con el transistor en la oreja. Sólo pretendía contar: mi voz no era lo suficientemente grande como para influir.

P. ¿Le sorprendió la repercusión sociológica que tuvo su discurso?

R. Me sorprendió mucho porque yo quería ser correcto, nada más. Tenía que ser correcto sin ser servil. Y tenías que hablar de la libertad, de lo que había hecho el Rey, que era la persona cuya actitud todo el mundo estaba esperando. Y lo que el Rey dijo fue muy determinante, "Ni hablar, estos señores, los militares, no salen a la calle", y ésa fue la lección que yo quería recordar delante del Príncipe.

P. Como poeta, usted ha hecho una especie de biografía de este país. ¿O es una autobiografía?

R. Bueno, porque cuando estás hablando de ti estás hablando de los demás. Yo, en el fondo, lo que haya podido hacer de documento, de testimonio, siempre ha sido hablando de mí. Pero yo no soy sólo yo. Siempre he escrito lo que yo era, lo que yo me sentía. Pero yo no era solamente lo que yo había vivido, sino lo que han vivido los demás, unas experiencias de las que yo me he apropiado. De ahí, por ejemplo, que en mi poesía estoy hablando como si me hubieran ocurrido a mí cosas que jamás me han ocurrido. Una vez escribí un poema a partir de la experiencia de un hombre cuyo padre se había ahorcado y alguien creyó que mi propio padre se había ahorcado... Cuando hablo de los demás hablo de mí, y viceversa, por eso mi recopilación de poemas se titula Cuanto sé de mí, y no es de mí solo de quien hablo.

P. En los últimos tiempos ha tenido algunos contratiempos de salud que, por fortuna, ha superado. ¿A qué reflexión le llevó esa situación?

R. Yo soy muy buen enfermo. Temo mucho al dolor, y si no tengo dolor, pues estoy muy bien. Soy en ese tiempo muy vago. He tenido que trabajar mucho y ser de un cierto dinamismo, porque, como decían, cuanto antes terminara con mi obligación, más tiempo me quedaría a mí para mirar las musarañas. En ese tiempo, estar en la clínica, era no estar al lado del teléfono, no tener llamadas, no tener nada que hacer si no te lo mandaban. Ahora, a ponerse el aire; ahora, a ponerse eso; ahora, a ponerse lo otro. De manera que si te digo que era un tiempo muy plácido y muy feliz, es cierto. La experiencia no es tampoco lo terrible, las clínicas, los hospitales, nada de eso. Muy tranquilo, como en un hotel, de reposo, me enchufaban los cables a la nariz, lo que los expertos llamamos "las gafas", para aspirar el oxígeno con unas cositas que se meten en la nariz, me calaba mis gafas, y yo era más feliz que nadie.

P. ¿Siempre se ha tomado los momentos duros con esa filosofía, con ese buen humor?

R. Es una actitud. Soy muy nervioso para las cosas ajenas, dinámico para las cosas que tengo que hacer, pero para lo demás soy de una placidez absoluta. Para todo lo que no depende de mí soy capaz de pasar, vamos, como lo del lirón, durmiendo.

P. Cuando más feliz le he visto ha sido en contacto con la tierra.

R. Ah, sí, claro. Porque allí no tienes teléfono, no tienes más que la naturaleza. Eso es maravilloso. Ahora ya poco golpe de azadón puedo dar. Sí, está bien. Volver otra vez a lo primario. Ahí nació la poesía, eternizar un instante, transformarlo en algo que estuviese siempre allí.

P. ¿A qué le ha costado más renunciar?

R. Yo no he renunciado a nada. He renunciado, si quieres, al ocio. No al ocio para escribir poesía, ¡cuidado, eh!

P. ¿Y renunciar al tabaco?

R. Pues mira, desgraciadamente, no he podido renunciar. Ahora ya no tengo ganas de fumar; pido una calada y empiezo a toser, no me gusta y estoy curadísimo. Ahora bien, no tengo mucha confianza, pero tampoco tengo mucho tiempo: estuve en una ocasión cinco años sin fumar y luego volví. Ya no me quedan cinco años para volver a fumar, porque no me quedan ya cinco años para nada. El tiempo se ha echado encima.

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