Tribuna:

Anelka

¿Es concebible el día en que los aficionados vayan al campo sin adhesión a un equipo, sólo por ver el espectáculo pasar? Hace años, en el fútbol parecía casi imposible algo así. Un aficionado era un ardiente feligrés en cooperación con el jugador que nacía y moría intercambiando su sangre con los colores. Si esta dinámica desaparecía y la transfusión cesaba era debido a un accidente mortal. Era señal, o bien de que el futbolista se había desangrado, o bien de que había cometido una alta traición.Hoy, en cambio, va desapareciendo esa sustancia colorada y viscosa que pegaba la piel a unos colore...

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¿Es concebible el día en que los aficionados vayan al campo sin adhesión a un equipo, sólo por ver el espectáculo pasar? Hace años, en el fútbol parecía casi imposible algo así. Un aficionado era un ardiente feligrés en cooperación con el jugador que nacía y moría intercambiando su sangre con los colores. Si esta dinámica desaparecía y la transfusión cesaba era debido a un accidente mortal. Era señal, o bien de que el futbolista se había desangrado, o bien de que había cometido una alta traición.Hoy, en cambio, va desapareciendo esa sustancia colorada y viscosa que pegaba la piel a unos colores. Los futbolistas del siglo XXI deben carecer de ese líquido encarnado para cumplir la misión financiera de una circulación veloz. Faltan todavía ejemplos suficientes para sentirnos rodeados por ellos, pero un caso superior y puro es ya el de Anelka. Más que cargado con los adhesivos atributos de la sangre, Anelka posee una nueva condición mercurial. La elegancia con la que avanza o posa, la perfección con la que nos elude, la suavidad del escorzo o su indolencia, correspoden a un jugador apto para circular con plena facilidad; susceptible de verterse desde un recipiente a otro, de un club al siguiente, incólume y sin deterioros.

Ese ejemplar, que a los 20 años ha saltado del Saint Germain al Arsenal y del Arsenal al Madrid, está concebido para prolongar el intercambio sin cesar. El Arsenal pudo permutarlo por Súker, el Madrid pensó cambiarlo por Ronaldo y el Inter, enseguida, lo canjearía por otro más. Con la aparición de Anelka culminan varias décadas de transición desde el fútbol viscoso al mercurial. Hasta ahora todavía fue posible encontrar un jugador-moneda con algún afecto por los colores de adopción. Con Anelka llega el fin absoluto del color, el pleno desapego de la camiseta, el grado cero de la adherencia a un club. Anelka es la unidad que no se inmuta, no se mancha ni se moja. No sufre el mal de la derrota o el extremo placer de un gol adicional. Opera como una pieza seleccionada en espera de enlazarse con piezas semejantes para crear espectáculo al margen del antiguo feligrés. Un espectáculo para verlo pasar y por donde la sangre, el sudor, lo pringoso, ya no pasa.

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