Balas americanas

Maurice Green y Marion Jones representan lo mejor de la tradición estadounidense en las pruebas de velocidad, pero chocan con la indiferencia de su país hacia las estrellas del atletismo

Él es pequeño y compacto, un velocista enérgico que necesitó pulir muchos defectos para convertirse en el mejor del mundo. Ella es alta y poderosa, predestinada por sus condiciones naturales a acercarse a los registros imposibles de Florence Griffith. Él es Maurice Greene, plusmaquista mundial de 100 metros; ella es Marion Jones, invicta en los 100 y 200 metros desde hace tanto tiempo que parece de otro planeta. Ellos son estadounidenses, pero se han hecho célebres en Europa, porque el atletismo norteamericano atraviesa una crisis que muchos especialistas consideran irremediable. Sin dinero pa...

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Él es pequeño y compacto, un velocista enérgico que necesitó pulir muchos defectos para convertirse en el mejor del mundo. Ella es alta y poderosa, predestinada por sus condiciones naturales a acercarse a los registros imposibles de Florence Griffith. Él es Maurice Greene, plusmaquista mundial de 100 metros; ella es Marion Jones, invicta en los 100 y 200 metros desde hace tanto tiempo que parece de otro planeta. Ellos son estadounidenses, pero se han hecho célebres en Europa, porque el atletismo norteamericano atraviesa una crisis que muchos especialistas consideran irremediable. Sin dinero para los atletas, ante la indeferencia de la televisión y del público, el atletismo estadounidense sobrevive en condiciones precarias. Sin embargo, la producción de estrellas no se detiene. Cada año surge de la cantera universitaria un par de estrellas que deciden hacer del atletismo su profesión, desdeñando la fascinación que ejerce sobre ellos el fútbol americano, el béisbol o el baloncesto.La base del deporte universitario es tan vasta que no hay manera de detener la aparición de grandes atletas. Marion Jones expresa mejor que nadie el complejo sistema de valores que domina el deporte en Estados Unidos. Con 15 años comenzó a batir récords, adelantándose a su tiempo. Con 16 años alcanzó las finales de las pruebas de selección para los Juegos de Barcelona. Obtuvo un puesto en el equipo de relevos y fue cuarta en los 200 metros. Pero no viajó a Barcelona. Su madre consideró que era demasiado joven para vivir un mes alejada de la familia. Su nombre quedó como la promesa de algo grande. Pero durante tres años desapareció de escena. Marion Jones (MJ) se había trasladado desde California hasta la Costa Oeste. Ingresó en la Universidad de Carolina del Norte, donde otro MJ (Michael Jordan) había hecho historia en el equipo de baloncesto. A Marion le gustaba el baloncesto y deseaba probar la aventura. Era alta (1,78 metros) y rápida, increiblemente rápida. Sylvia Hatchett, la entrenadora del equipo, quedó asombrada por las condiciones de su nueva jugadora y de su capacidad para aprender. Comenzó a jugar de base, puesto que nunca había desempeñado. Y lo hizo con un éxito total: se convirtió en una de las mejores jugadores universitarias de Estados Unidos y ganó el campeonato nacional en 1994. La emergente promesa del atletismo se había convertido en una estrella del baloncesto. Contaba 20 años y le quedaba un año para graduarse. No se graduó. Un día entró en el despacho de su entrenadora y le dijo que abandonaba el equipo. "Quiero ser la mujer más rápida del mundo". Típica historia americana. Tres meses después (en la primavera de 1997) cumplió su objetivo. Esta súbita transformación se debió a sus maravillosas condiciones físicas y al trabajo de Trevor Graham, un antiguo especialista jamaicano de 400 metros vallas que oficiaba de entrenador en Carolina del Norte. A pesar de que Marion Jones todavía observa ciertas deficiencias técnicas, especialmente en el salto de longitud donde actúa con la ingenuidad de los recién llegados al atletismo, su hegemonía no admite dudas. En 1997, con 21 años y apenas seis meses después de su reingreso en el atletismo, ganó la prueba de 100 metros en los Mundiales de Atenas. Desde entonces, combina su facilidad para derrotar a sus rivales -no ha perdido ninguna carrera en los dos últimos años- con el desafío que supone acercarse a los récords de Flo Griffith (10,49 segundos en 100 metros y 21,34s en 200). Jones ha corrido estas dos pruebas en 10,65s y 21,62s. Mientras reina con puño de hierro sobre las carreras cortas, Marion Jones y su entorno (su marido es el excelente lanzador de peso C.J. Hunter) calibran el rendimiento que pueden dar sus marcas, su versalitidad y un carácter agradable, tres factores que pueden resultar muy apetitosos en el terreno de la publicidad. Para convertirse en un rostro conocido para el público americano -por ahora no lo es- necesita estar a la altura de Carl Lewis y Jesse Owens. Por eso pretende conseguir cuatro medallas de oro (100, 200, relevos y salto de longitud) en los Mundiales de Sevilla. No le será fácil, especialmente por sus deficiencias en longitud, donde su técnica es abominable. Jones sabe que dispone de un año y dos grandes competiciones (los Mundiales y los próximos Juegos Olímpicos) para alcanzar la condición de estrella en un país que ha dado la espalda al atletismo. A Maurice Greene le resultará más difícil. Es el hombre más rápido del planeta. En mayo corrió los 100 metros en 9,79 segundos, una marca colosal que marcaba un regreso a los límites que impuso Ben Johnson. El estallido Greene es paralelo al de Marion Jones. Surgió como un trueno en 1997, ganó los Mundiales de Atenas y desde entonces domina a los demás en la prueba de los 100 metros. La diferencia con Marion Jones radica en sus orígenes. Ella fue precoz; él tuvo que emigrar a California para alcanzar su gran sueño. Natural del Kansas City, en el Medio Oeste, nunca jugó un papel importante entre los aspirantes a la sucesión de Carl Lewis. Participó en los Mundiales de 1995 y fracasó. Un años después no consiguió ni de lejos un puesto en el equipo estadounidense para los Juegos de Atlanta. Parecía uno más entre la decena de buenos velocistas norteamericanos. Greene pensó que era la hora del cambio. Se trasladó a California, contactó con el entrenador John Smith -el gran gurú del atletismo en las carreras de velocidad- y se transformó en Cannonball (Bala de cañón). Relativamente bajo con 1,75 metros, pero fortísimo, Greene parece imbatible. Ganó el Mundial de 1997 y acaba de batir el récord mundial. Frente al hosco Michael Johnson, Greene es un tipo amable que no duda en firmar autógrafos a quien quiera que se lo pida. Y tiene la misma fama de personaje agradable en su relación con los demás atletas. Se diría que tiene condiciones para obtener más atención de la que recibe. Dicen que su problema no es otro que la falta de carisma. No tiene ángel, o al menos en Estados Unidos no se lo encuentran, motivo por el que le cuesta rentabilizar en dinero e imagen la categoría de sus marcas. En otros tiempos, el simple hecho de ser el mejor del mundo (un Bobby Morrow, un Bob Hayes, un Carl Lewis) le hubiera procurado una atención superlativa en Norteamerica. Sin embargo, Mo Greene paga el signo de los tiempos. Querido en Europa, admirado por sus proezas en la pista, Greene lucha contra corrriente, contra el desafecto que se ha instalado en su país contra el atletismo.

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