PSPV, una región devastada

En el congreso celebrado en julio de 1997 y al amparo del llamado Movimiento por el Cambio, Joan Romero fue elegido por tan sólo tres votos de diferencia secretario general del PSPV. Asumía la vasta tarea de emprender la renovación del partido, pastorearlo por el desierto de la oposición, rearmar su discurso político y tonificar las ilusiones de la militancia. Un programa arduo sin otra alternativa que la de encallecerse en el ostracismo. O sea, un programa necesario que el nuevo dirigente quiso desarrollar con las mínimas concesiones. Se suponía que, liquidado el agónico trámite que fue dich...

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En el congreso celebrado en julio de 1997 y al amparo del llamado Movimiento por el Cambio, Joan Romero fue elegido por tan sólo tres votos de diferencia secretario general del PSPV. Asumía la vasta tarea de emprender la renovación del partido, pastorearlo por el desierto de la oposición, rearmar su discurso político y tonificar las ilusiones de la militancia. Un programa arduo sin otra alternativa que la de encallecerse en el ostracismo. O sea, un programa necesario que el nuevo dirigente quiso desarrollar con las mínimas concesiones. Se suponía que, liquidado el agónico trámite que fue dicha elección, los socialistas recompondrían sus fuerzas, soslayando disputas y zancadillas. Pero era mucho suponer, como pronto se vio. Los más conspicuos entre sus valedores se aplicaron a una labor de zapa -de zapadores, literalmente- que convirtió la andadura del líder en un calvario que contribuyó asimismo a avivar las expectativas del sector más veterano y reacio al relevo. El acoso se tradujo en un cuestionamiento permanente del secretario general, forzado a afrontar y superar tres duras sesiones del comité nacional y otras dos de tono menor. Se trataba en suma de una maniobra no demasiado sutil para convertir a Romero en cautivo o rehén obsecuente de quienes, como Ciprià Ciscar o Toni Asunción, preparaban su regreso a la política autonómica. A pesar de la carrera de obstáculos a la que fue sometido para doblegar su entereza, el hasta ayer candidato a la Generalitat logró salir airoso de todos ellos. Tantos han sido que cualquier observador pudo preguntarse cuántas victorias habría de acumular para dejar claro que era el ganador legítimo. En realidad, y hasta los comicios de junio próximo, ya sólo quedaba una oportunidad para que sus adversarios pudieran trastabillarle. Y esa opción era la confección de las candidaturas a las Cortes Valencianas, que Romero quiso hilar a tenor de los criterios que juzgó más eficaces para recuperar el crédito ante el electorado. Después de todo era él quien se jugaba la cabeza y el prestigio. A toro pasado podríamos ponderar si el líder agotó sus posibilidades negociadoras o anduvo sobrado de torpeza a la hora de consensuar las listas. Más evidente se nos antoja que, aun siendo un dechado de ductilidad, jamás hubiera hallado franquía para sus propuestas sin antes rendirse a las exigencias de sus críticos. Su fuerza residía en la coherencia, lo que conllevaba no ceder más allá del límite que mixtificaba su mensaje renovador trufado de guiños a los diferentes estamentos sociales. En la coherencia, digo, y en el coraje para cumplir el anunciado órdago: abandonar el puente de mando del partido y entregarle el testigo a otro candidato. No faltarán temerarios para inmolarse en esa hoguera, por más que jamás hayan sido habilitados democráticamente en unas elecciones primarias. Y hablando de chamuscados no olvidemos que algunos lermistas, ciscaristas y asuncionistas, con sus jefes de fila, necesitarán buenos emplastos para sus quemaduras irreversibles. Romero, pues, se marcha a su casa con la dignidad entera y deja la puerta abierta al relevo más urgente: las brigadas de regiones devastadas. Romero ya no es un problema, ni parte del mismo, como dijo. El problema lo tienen otros, responsables de este caos y del regocijo que ha de estarse viviendo en los cuarteles de la derecha. Por fortuna, no hay desastre que cien años dure.

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