"Hola, Pep"

Guardiola regresa hoy al fútbol, convencido de superar una lesión que le ha torturado 15 meses

La pelota iba y venía por el campo de entrenamiento por donde quería Rivaldo. Igual que en un partido. El Barça ha vivido largo tiempo a expensas del estado emocional del brasileño. Y Rivaldo le estaba dando un meneo a Guardiola en el partidillo del lunes. Hasta que Guardiola dijo basta: le metió la pierna de mala manera y lo tiró. Rivaldo optó por una respuesta brasileña: un codazo a la mandíbula sin mediar el cuero. Superado un día más por los acontecimientos, Van Gaal no supo poner remedio a la refriega, Rivaldo se largó del Camp Nou como si nada y Guardiola se refugió en el mimo de Ángel M...

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La pelota iba y venía por el campo de entrenamiento por donde quería Rivaldo. Igual que en un partido. El Barça ha vivido largo tiempo a expensas del estado emocional del brasileño. Y Rivaldo le estaba dando un meneo a Guardiola en el partidillo del lunes. Hasta que Guardiola dijo basta: le metió la pierna de mala manera y lo tiró. Rivaldo optó por una respuesta brasileña: un codazo a la mandíbula sin mediar el cuero. Superado un día más por los acontecimientos, Van Gaal no supo poner remedio a la refriega, Rivaldo se largó del Camp Nou como si nada y Guardiola se refugió en el mimo de Ángel Mur y Paco Seirul.lo, en los brazos de gente que desprende cariño y que ha cuidado más de su alma que de su cuerpo.Frente a la interpretación de la refriega como la expresión del malestar del vestuario, la mirada de complicidad entre Mur y Seirul-lo sugirió otra explicación: había vuelto Guardiola, y con él todo su equipaje: la pelota -siempre dijo: "Sin cuero no hay toque, sin toque no hay control y sin control no hay Barça"-; el sentido de equipo -"la pared como tal ha acabado; hay que buscar al tercer hombre"- y el brazalete: al capitán se le debe guardar respeto. La escaramuza con Rivaldo no sólo tenía un trasfondo tribal, de jerarquía, sino también conceptual y de reto personal. La plantilla supo desde entonces que Pep había vuelto al equipo. El recorrido hasta llegar a la lista de convocados de ayer estaba cantado: Guardiola viajó a A Coruña al frente del equipo. Ya no teme romperse, ya no le duele nada y, sobre todo, cuando conduce ya no siente aquel maldito cosquilleo en la pierna izquierda. La parestesia -como la llaman los médicos- ha sido su indicador para saber si se curaba de aquella maldita lesión que le sobrevino el 27 de agosto del año pasado en Riga, frente al Skonto, punto de partida de las desventuras europeas del grupo de Van Gaal.

Para entonces, Pep pintaba los partidos desde la cueva del libre. Quería Van Gaal una salida aseada de la pelota y, a falta de zagueros, se encomendó a Guardiola. Dada la flojera del rival, el partido no exigió ningún despliegue, sino servicios mínimos, así que cuando Guardiola puso mala cara fue un síntoma inequívoco de que se había lesionado. Pero nadie dio importancia al contratiempo del capitán. No parecía una lesión grave, más que nada por no ser compartida. Ni quedó tirado en el césped, ni se oyó ningún chasquido, ni se vio al masajista gesticular hacia el banquillo. Decía Pep que le dolía la pierna cuando giraba, al mover la pelvis, al poner el pie no para recibir la pelota, sino para tocarla. Un mal propio de un futbolista pusilánime, se contaban entre sí quienes cuantifican el juego por los litros de sudor del jugador. Pero la lesión se fue agrandando con el tiempo. Los intentos frustrados de reaparición se sucedieron. A cada partido le seguían una rotura muscular y otra explicación médica y popular. Los diagnósticos eran cada día más confusos y la cháchara dio paso a la blasfemia. La calle estaba llena de grandes historias sobre la lesión de Guardiola. A los argumentos sin presunta malicia -la columna vertebral desviada, la pierna izquierda era un centímetro más corta que la derecha-, les siguió la saña. La leyenda negra vino a decir algo así como que Guardiola tenía la peste. Pep jamás respondió porque no se sintió aludido y porque, siendo el enfermo, tardó meses en saber qué mal tenía, tanto que incluso renunció al Mundial. Perdida la pelota, no encontró refugio ni en los libros que le ofrecía el poeta Miquel Martí Pol, ni en las películas de estreno que le sugería la actriz Ariadna Gil, ni en la música de Lluís Llach. Desesperado por dar con un remedio a su dolencia y turbado por las contradicciones entre médicos, entregó su cuerpo a la ciencia para que experimentaran sobre su lesión.

Le tocaron las manos mágicas de Miguel Ángel Rubio, el masajista del ONCE; estuvo seis semanas en un pueblo francés bajo la tutela de Phillipe Boixel, un fisioterapeuta que curaba por igual a futbolistas que a jugadores de rugby; pasó consulta en Turín y se dejó pinchar hasta 15 veces en una hora en un hospital para que dieran con un punto de dolor ilocalizable. No había manera. Hasta que Ramón Cugat, su médico de confianza, le puso en las manos una revista en la que un especialista finlandés, Yrjo Sakari Orava, informaba de la sintomatología de los afectados por el dolor en los isquiotibiales, síndrome muscular que origina dolores en los glúteos, seguramente como consecuencia de varias lesiones pequeñas, afección propia de los jugadores de hockey sobre hielo y de los fondistas, y cuya peculiaridad es la parestesia. Guardiola había dado por fin con el remedio. Operado por Orava en junio, sólo se sometió a dos pruebas para saber si estaba recuperado: montarse en el coche y probar su pasión por el fútbol en un entrenamiento. Desde hace meses conduce sin cosquilleos, y desde el lunes sabe que está listo para reaparecer cuando Van Gaal disponga. A sus 27 años, Guardiola ofrece un punto de encuentro entre el técnico, perdido en su bloc de notas, y la grada, desidentificada con el equipo. Frente a la tecnificación, se impone el sentimiento, el juego, la capacidad de expresión del jugador. El fútbol necesita de la humanidad y naturalidad de Guardiola. Los niños vuelven a escribirle: "Hola Pep".

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