Crónica de las gentes que huyen

Aquel adolescente que servía a domicilio el carbón de la tienda de su padre, y que de camino ilustraba de sustancia bituminosa las paredes del vecindario, nunca sospechó que semejante afición habría de llevarlo, bien cumplidos los 45 años, ante la ley. La policía con las axilas fragantes de ferretería de Eibar, lo detuvo en las inmediaciones de su casa de Aravaca y lo incomunicó. Al quinto día, lo pusieron a disposición de los torvos jueces del Tribunal de Orden Público, que era un jolgorio degradante del franquismo para enchiquerar rojos y blasfemos. Por entonces, Arias Navarro arrastraba los...

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Aquel adolescente que servía a domicilio el carbón de la tienda de su padre, y que de camino ilustraba de sustancia bituminosa las paredes del vecindario, nunca sospechó que semejante afición habría de llevarlo, bien cumplidos los 45 años, ante la ley. La policía con las axilas fragantes de ferretería de Eibar, lo detuvo en las inmediaciones de su casa de Aravaca y lo incomunicó. Al quinto día, lo pusieron a disposición de los torvos jueces del Tribunal de Orden Público, que era un jolgorio degradante del franquismo para enchiquerar rojos y blasfemos. Por entonces, Arias Navarro arrastraba los despojos del espíritu del 12 de febrero hacia la urna cineraria del régimen, y los torvos jueces se desinflaban en el retrete y en el crepúsculo de una sumisión a cuenta de los presupuestos generales: ya olfateaban su propia extinción en el destinatario de la dictadura. Por eso, después de analizar los inquietantes presagios, dejaron en libertad a Juan Genovés. Aquella obra de arte de gentes se que abrazaban, sobre un espacio sencillamente blanco, en un gesto de reconciliación, no iba a salpicarles la toga con más restos de carnicería: a los torvos jueces ya les había helado el corazón y la conciencia la España rampante, con botas de potro y mano dura. Aquella obra de arte que le encargó la Junta Democràtica sobrevoló la transición y puso la aministía en el frontispicio de las manifestaciones que ocupaban el viejo solar de escombros. Aquella obra de arte, por último, se la compró el Ministerio de Cultura a la Galería Marlborough que lleva en exclusiva toda esa crónica de la realidad que se reveló al crítico Aguilera Cerni en el lenguaje magistral de Juan Genovés: desde el personaje solo a la multitud acosada. Desde el grafito adolescente de carbón vegetal al catálogo de las gentes que huyen perseguidas por la violencia, la amenaza y la agresión, bajo la sombra siniestra y desmesurada de los aeroplanos; desde la crueldad de la misma masificación a la crueldad de los "repentinos vacíos donde la imagen humana ha desaparecido sin dejar huella..."; desde el Grup Parpalló, con Manolo Gil, Michavila, Monjalés, Vento, Hernández Mompó, a los siete, y cuando dejó el colectivo su vacante la cubrió Eusebio Sempere. Detrás, residuos de la Escuela de París, informalismo, presencia en la II Bienal de Arte del Reino de Valencia, en la muestra internacional de La Habana, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid; luego, en diciembre del 61, en la Sala Neblí, primera exposición del recién creado Grupo Hondo: Jardiel, Genovés, Mignoni y Orellana, con introducción de Manuel Conde: "Yo creo que su obra, en marcha consciente, con su clima penetrante, donde la presencia de las formas está en función de una razón vital, puede ser el comienzo de una etapa distinta de la plástica, que no sería arriesgado de calificar de Realismo interior". Cada uno de los artistas, escribió su propio manifiesto. En el de Juan Genovés se lee: "Que la obra lleve al hombre impreso directamente con la sola ayuda de la plástica. Sin intromisiones literarias. Que hable la plástica con su propio lenguaje". Y habló. Y dio testimonio, en espacios cerrados circulares o rectangulares, de la desbandada de obreros, de pobladores, de inocentes, de estudiantes españoles o franceses o chinos en la plaza de Tiananmen; o de repentinos espacios vacíos donde la imagen humana ha desaparecido: argentinos, chilenos, uruguayos. Temas universales, pero en lugares concretos y en momentos determinados, según Vicente Aguilera Cerni, que prologó el catálogo de aquella exposición en la Sala de la Dirección General de Bellas Artes, en 1965, que supuso un acontecimiento fulgurante: la obra artística en comunicación con el pueblo anónimo, compartiéndola, identificándola, identificándose. Juan Genovés se casó con su compañera de oficio Adela Parrondo y tuvo un hijo artista que se llama Pablo y el Premio Nacional de Artes Plásticas y medallas y distinciones y está en 44 museos de todo el mundo y en la colección Thyssen y en La Asegurada de Alicante. Valenciano de origen, 68 años en el pasado mayo, con la mirada y el vigor de la adolescencia, realismo social, antifranquista, comunista en su tiempo, calles desiertas de ciudades posindustriales, "como un poema de todo el mundo pintado por Juan Genovés", dice Juan Cruz. Y ahora tan sencillamente, en El Perelló, como cada verano

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