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Pequeña muestra de horrores

Se cumplen este año dos cincuentenarios antagónicos: el de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU y el del inicio de la caza de brujas perpetrada por el Comité de Actividades Antinorteamericanas contra la intelectualidad progresista de Estados Unidos. Parece que este medio siglo ha sido más propicio a los abusos contra los DD HH. que a su respeto. Y, dentro del mucho morro que preside el asunto, encaja la propuesta de Clinton, recién salido de negarse a eliminar minas y disminuir gases -con la pena, penita, pena de muerte propia desatada-, para crear un tribunal inte...

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Se cumplen este año dos cincuentenarios antagónicos: el de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU y el del inicio de la caza de brujas perpetrada por el Comité de Actividades Antinorteamericanas contra la intelectualidad progresista de Estados Unidos. Parece que este medio siglo ha sido más propicio a los abusos contra los DD HH. que a su respeto. Y, dentro del mucho morro que preside el asunto, encaja la propuesta de Clinton, recién salido de negarse a eliminar minas y disminuir gases -con la pena, penita, pena de muerte propia desatada-, para crear un tribunal internacional permanente que juzgue las violaciones de los derechos fundamentales. Reservándose su (fundamental) derecho a veto. Supongo.Pero no me quiero poner cínica. Tampoco mi colega y amigo Hermann Terstch, se pone cínico en su excelente primera novela, La acuarela (Anaya. Mario Muchnik), y eso que su periodista y desesperado personaje central, Cosme, está hasta las narices del patio en el que le ha tocado vivir, lo que incluye el periodismo actual, la política, los gritos y las fachadas. Pero Cosme, mientras desciende a su propio infierno, en lo que parece una deliberada tarea de autodestrucción, conquista el sereno reencuentro consigo mismo, obtenido a través del amor y el dolor. La acuarela es una novela inteligente y emotiva, española y cosmopolita, con sabor centroeuropeo. Del romanticismo camuflado por la disipación de Terstch, paso al apasionante y último tomo -La presidencia imperial (1940-1996), Tusquets- de la trilogía que, sobre los gobernantes de México, ha realizado el editor e historiador mexicano Enrique Krauze, y que ha levantado ronchas en algún ex presidente señalado por su fino dedo.

Tras esta primera parte concienciada y culta de mi crónica; descartada, por motivos humanitarios y sin que sirva de precedente, la maledicencia sobre políticos (estoy más generosa que Telefónica con la fiesta de Pinochet y que Treblinkiño con los genocidios de las dictaduras chilena y argentina); y dado, asimismo, que mi propio yo no tiene hoy la madalena para pespuntes, realizo un gracioso aunque injustificado quiebro para advertirles de que un par de novedades navideñas se precipitan hacia nosotros con velocidad tan de vértigo que dan ganas de irse al Tíbet a meter en Woolitle la túnica de Brad Pitt o, en su defecto, de quedarse aquí y apuntarse a Meapilas para la Profundización de la Reforma Laboral (facción FMI), que es nuestro misticismo en boga. A lo que iba. La primera y principal catástrofe es que Raphael -dicen que, por su aspecto, ha firmado un pacto con el diablo; uno de los dos no ha cumplido- saca disco y libro de memorias. En el volumen comenta que está por creer que sólo él fue a El Pardo a postrarse ante el general(ísimo), ya que, ahorita, todos lo niegan. Sigue allí, con el bazo (¿o era el brazo?) de santa Teresa.

La otra es que Jesulina de Ubrique, (The Hermanilla) operóse el tabique nasal hasta aquí, sin que el cerebro (sic) quedara afectado. Eso sí, aprovechó para rediseñarse lo que, en su inocencia, consideró mejorable: el susodicho apéndice nasal y aquello que obtusamente denomina pómulos.

Hay, además, indicios esperanzadores sobre la posibilidad de que Paquirrín, el hijo de Isabel Pantoja, rompiendo con la tradición intelectual familiar, el día de mañana no sea catedrático, sino futbolista. Parece que lo pasa peor con la ESO que Amor de López con el programa, protofranquista de Herrero Destejedor (de democracias).

Allá en Perú, Fujimori ha superado con éxito la prueba de resistir al mismo tiempo una visita de Rocío Jurado y su Ortega Cano, ambos quizá en busca y captura de un niño adoptable -según la prensa del karaoke-, o dos, de entre los muchos que les fueron mostrados en una aldea de, dizque, huérfanos del terrorismo (sin mencionar el ídem paramilitar). Ella -quiero decir Rocío les cantó y les enseñó a batir palmas, dando pruebas de su gran corazón al suministrarles, gratis, un oficio, el de palmeros, de reconocida salida en el mercado internacional. En otro caos de cosas, debo decirles que Fujimori tiene a su vez una hija, de nombre Keiko Sofía (inspirada síntesis culebronera de la relojería japonesa con la reflexión filosófica griega), que más que vástaga parece un castigo: aunque nunca será suficiente.

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