Tribuna:

Libertad provisional

A las nueve, el ciudadano Javier de la Rosa toma café y cruasanes en la barra de un bar de Barcelona. Afuera, un Audi y dos tipos que vigilan. Vigilan la aparición del guardia, probablemente, porque la máquina negra ocupa por completo el paso de peatones. Empieza a circular mucho carrito de bebé a aquellas horas: los conducen tímidas muchachas filipinas y llevan bebés cuya lengua materna, será el tagalo. Dos hombres acompañan al ciudadano. Uno tiene el aire del especialista: no es mucho, pero da el tipo del que sabe encontrar con los nudillos el punto exacto entre las vértebras. El otro es una...

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A las nueve, el ciudadano Javier de la Rosa toma café y cruasanes en la barra de un bar de Barcelona. Afuera, un Audi y dos tipos que vigilan. Vigilan la aparición del guardia, probablemente, porque la máquina negra ocupa por completo el paso de peatones. Empieza a circular mucho carrito de bebé a aquellas horas: los conducen tímidas muchachas filipinas y llevan bebés cuya lengua materna, será el tagalo. Dos hombres acompañan al ciudadano. Uno tiene el aire del especialista: no es mucho, pero da el tipo del que sabe encontrar con los nudillos el punto exacto entre las vértebras. El otro es una redonda nota de optimismo: alienta y aplaude al ciudadano cada vez que abre la boca. El ciudadano hojea los periódicos y celebra a grandes voces muchas de las páginas: las cucharillas, el café moliéndose, el severo ir y venir de la caja registradora aún dejan oír a cada tanto el nombre de un periodista o de un político que acabará ahogado en un remolino de saliva. No huele bien esa saliva. A cada insulto, un joven levanta la cabeza en la otra punta de la barra: ya lo sabe el especialista.El bar está lleno, pero un cerco de espino rodea a los tres hombres. Muy raramente alguien lo atraviesa para saludar. Entonces, desde su taburete, el ciudadano deja caer una mano que parece muy blanda, mientras flotan sus ojos en otra parte. "Saludos a Mercedes", dice el que se va, humillando un poco. A las diez y media, de súbito, el ciudadano pone las piernas en el suelo. Uno de los dos tipos ha entrado ya en el coche: una manguera de aire caliente nubla las piernas de una muchacha muy bella. El otro abre y cierra la puerta de atrás. Calle abajo, el acero del Audi corta la mañana como si fuera un vidrio: aún va entreabierta la puerta del copiloto. En el umbral del bar, el especialista juguetea con un palillo entre los dientes. Dentro, el gordo paga y ríe.

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