La resurrección de Steve Jones, un hombre de carácter

Dicen que cuando el gigantón desgarbado Steve Jones empuñó el drive para salir en el hoyo 18º sintió sobre su magullado cuerpo el soplo de ayuda de todo el establishment del golf norteamericano; que cuando giró su cuerpo de forma inverosímil hasta el extremo de casi dislocar su codo en un swing feroz, la fuerza con que golpeó la bola no salió sólo de sus músculos, que también ayudó un poco el aliento de la mitad de espectadores directos y televisivos; que sólo un alicaído Davis Love III -manos tapándose la cara en la casaclub, mirando sólo por el rabillo de sus rasg...

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Dicen que cuando el gigantón desgarbado Steve Jones empuñó el drive para salir en el hoyo 18º sintió sobre su magullado cuerpo el soplo de ayuda de todo el establishment del golf norteamericano; que cuando giró su cuerpo de forma inverosímil hasta el extremo de casi dislocar su codo en un swing feroz, la fuerza con que golpeó la bola no salió sólo de sus músculos, que también ayudó un poco el aliento de la mitad de espectadores directos y televisivos; que sólo un alicaído Davis Love III -manos tapándose la cara en la casaclub, mirando sólo por el rabillo de sus rasgados ojos la televisión-, el hombre que había fallado en el green del 18º rezaba para que el salvaje vuelo de la bola cayera en el mismo búnker en que el otro alicaído boqueante, Tom Lehman, había sepultado sus esperanzas de ganar el Open de EE UU, el torneo más patrio de los del grand slam. Para satisfacción de casi todos, la arriegada bola siguió volando, superó los búnkers y acabó en la calle.El Open de EE UU estaba ganado, y la causa del golf norteamericano, también. Steve Jones, de 38 años, había resucitado. Si algo necesitaba el rutinario dentro de la competitividad golf del país más poderoso era que una figura positiva, derrochadora de valores familiares, de capacidad de superación cogiera la bandera del éxito, que fuera Jones quien domara el monstruo de Oaklands Hills.

Sin embargo, si no hubiera sido por una desgracia en forma de accidente de moto todoterreno, Steve Jones sería hoy un golfista más, un hombre integrado en la lucha por el dólar a base de buenas posiciones y pequeños triunfos en el circuito, un buen jugador. Un americano medio, nacido en mitad del desierto de Nuevo México y residente en el desierto de Arizona con su mujer y sus dos hijos de tres y cinco años. Nada más. Pero el 25 de noviembre de 1991 Jones se cayó de una moto cuando circulaba campo a través para evitar arrollar a un amigo que se había caído. Dos partes vitales de un golfista acabaron dañadas: el hombro y el dedo anular de la mano izquierda. Muchos le dieron por terminado, pero él comenzó entonces su verdadera historia. Una travesía de tres años en la cual aprendió a agarrar el palo de una manera poco ortodoxa y a girar su cuerpo más heréticamente aún. Y felizmente para los amantes de las hazañas de superación propia, cinco años después Steve Jones llegó al oasis.

Una vez allí no se paró sólo a beber agua -besar la copa del Open-, sino que siguió alimentando los sentimientos que hacen a la gente sentirse mejor con ellos mismos. Agarró a sus dos hijos y los izó, uno en cada brazo, antes de besar a su mujer, Bonnie. Y también habló. Dijo los que todos soñaban para un happy end de tal calibre. Recordó como ayuda vital la vida de dos mitos, Bobby Jones y Ben Hogan, y, sobre todo, habló de Dios y de su rival derrotado, su amigo Tom Lehman. "He ganado gracias a él", explicó. "No hizo más que recordarme durante el partido que el Señor nos quería fuertes y valientes. Y así hicimos".

Al margen de todos, hundidos, quedaron los derrotados de esta historia. El sufriente Lehman, siempre más allá de sus posibilidades ante misiones imposibles, que sólo despierta buenos sentimientos de conmiseración, y Davis Love, el yuppy con pinta de todolopuede, pero que nunca ganará un grande porque tiembla de miedo ante un corto putt decisivo.