El ambiente decidió contra el Madrid

Los de Obradovic caen en Atenas por una canasta anulada en el último instante

Restaban 21 segundos para el final del partido. Una canasta de Wilkins ponía por delante al Panathinaikos (54-52) y dejaba en manos de los blancos la imperiosa responsabilidad de resolver con éxito el postrero ataque. El balón no circuló con excesiva fluidez y en última instancia, más por necesidad que por otra cosa, Savic lanzó un triple en defectuosa situación. El balón salió rebotado hasta la personal, donde en el aire y con Yannakis haciéndole falta, Arlauckas logró una canasta portentosa. Todas las miradas se dirigieron hacia los colegiados. No hacía falta. Era irrelevante la discusión so...

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Restaban 21 segundos para el final del partido. Una canasta de Wilkins ponía por delante al Panathinaikos (54-52) y dejaba en manos de los blancos la imperiosa responsabilidad de resolver con éxito el postrero ataque. El balón no circuló con excesiva fluidez y en última instancia, más por necesidad que por otra cosa, Savic lanzó un triple en defectuosa situación. El balón salió rebotado hasta la personal, donde en el aire y con Yannakis haciéndole falta, Arlauckas logró una canasta portentosa. Todas las miradas se dirigieron hacia los colegiados. No hacía falta. Era irrelevante la discusión sobre si estaba o no dentro del tiempo. Pensar que existía la más mínima posibilidad de que la diesen por válida era toda una ilusión. Como suelen hacer habitualmente, la mayoría de los jugadores griegos se encontraban ya en el vestuario y la afición, por si las moscas, lanzaba objetos al campo. Uno de ellos alcanzó al segundo entrenador del Madrid, Ángel Jareño, que permaneció durante un par de minutos tendido en el suelo. En el caos reinante, lo más sencillo para todos, salvo por supuesto los indignados componentes del equipo madridista, era dar por concluido el partido. Ahí radica la vergonzante trampa. No en descubrir si la canasta era legal o no, sino comprobar que en estas situaciones nunca hay lugar para la duda. Se decide a favor de ambiente y punto final.Este es el epílogo acostumbrado a una depurada técnica que los equipos griegos han desarrollado en los partidos que juegan en su terreno y que les aporta espléndidos beneficios. Panathinaikos la puso otra vez en practica. Consiste en no perder comba durante los primeros 30 minutos. No importa que su juego sea horrible. Tampoco es relevante que su gran estrella, Dominique Wilkins, fichado a bombo, platillo y talonario, estuviese errático hasta decir basta. Y mucho menos que las canastas vayan cayendo con cuentagotas y el marcador sea ridículo (25-28 en el descanso). Lo fundamental es que el equipo contrario no adquiera ventajas decisivas. A partir de la mitad de la segunda parte, se empieza a apretar. Se busca llegar a los minutos decisivos con la caldera a máxima presión, el contrario fuera de sitio y los árbitros con ganas de que todo acabe bien. Entonces, que sea lo que Dios quiera, y ya se sabe que los dioses griegos son mayoría.

El peor pecado del Real Madrid fue el no poder evadirse de los planes conocidos de antemano. Durante gran parte del partido tuvo enfrente a un conjunto penoso, incapaz de ligar una jugada en condiciones, mediatizado por los caprichos baloncentísticos de Wilkins. Basta decir que el jugador más centrado era el croata Vrankovic, causante de la desaparición casi completa del juego interior blanco, principal arma del conjunto de Obradovic. Temerosos del croata, el Madrid tiró de su juego exterior (pivots incluidos), una de las lagunas de ese colectivo. Por ello, a pesar de la endeblez de su enemigo, su superioridad no quedaba plasmada en el marcador, permitiendo alcanzar los últimos minutos con el equipo griego a tiro de partido (51-50, m. 38). Llegados a ese punto, sólo faltaba el desenlace habitual.Decía un antiguo jugador del Madrid que lo peor no era perder, sino la cara de tonto que se te quedaba. La que llevaron al vestuario los jugadores madridistas fue la acostumbrada cuando se juega en Grecia. Una mezcla equilibrada de estupor, rabia e impotencia al percatarse, por enésima vez y ante la benevolencia de una organización, la FIBA, incapaz de parar los pies a un baloncesto en eterno estado de sospecha, que había sido objeto de una trampa. Y, lo peor, que una vez más había caído en ella.

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