Tribuna:

Mi héroe

Era de madrugada, esa hora impía en la que todo parece una mala noticia. Óscar P. C., desde el quinto piso de su casa del centro de Madrid, empezó a desprenderse de sus enseres arrojándolos por el balcón. Lo hizo, supongo, con una incomparable sensación de alivio, aunque la escueta noticia aparecida en los periódicos no refleja su estado de ánimo. De haber existido prensa en la época nadie nos habría contado que sintió Medea al degollar a los hijos que le dio el capullo de Jasón: sólo los Sófocles saben adentrarse en los retorcidos vericuetos del corazón humano.Televisor, lavadora, frigorífico...

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Era de madrugada, esa hora impía en la que todo parece una mala noticia. Óscar P. C., desde el quinto piso de su casa del centro de Madrid, empezó a desprenderse de sus enseres arrojándolos por el balcón. Lo hizo, supongo, con una incomparable sensación de alivio, aunque la escueta noticia aparecida en los periódicos no refleja su estado de ánimo. De haber existido prensa en la época nadie nos habría contado que sintió Medea al degollar a los hijos que le dio el capullo de Jasón: sólo los Sófocles saben adentrarse en los retorcidos vericuetos del corazón humano.Televisor, lavadora, frigorífico, teléfono, maletas y colchones fueron á parar sobre cuatro automóviles que resultaron casi aplastados. No se puede conseguir más con menos esfuerzo. Mientras el mundo dormía a su alrededor -o no dormía: sólo dormitaba, según el hemisferio-, mi héroe realizó la hazaña más improbable, la gesta que nadie debe atreverse a reclamar del hombre o la mujer modernos. Se desprendió de aquello que le identifica y le señala, de lo que le hace ser como los otros, menos que los otros, mejor que los otros. Se quedó limpiamente desnudo, con lo que la mayoría llama un ataque de locura y, unos pocos, un frenesí de lucidez. Bomberos, agentes municipales y vecinos trataron, todo el tiempo, de impedirle consumar el desastre. Fue inútil. Los años de esfuerzo absurdo, las horas malgastadas en empleos no deseados, las migajas de plusvalía, fueron cayendo sobre los vehículos ajenos como piedras en un estanque, abriendo movimientos circulares en el escandalizado, espíritu de los espectadores.

Cuando hubo terminado de ajustar cuentas -con quién, tampoco lo sabemos; quizá consigo mismo-, dejó que lo llevaran al Psiquiátrico, que es en donde acaba la incomprensible gente que nada quiere poseer.

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