Tribuna:

Día 1

La caravana lleva detenida varios minutos y los condenados empiezan a salir de la cuerda. Estamos a la altura de Mota del Cuervo. A uno y otro lado de la carretera se extiende un horizonte de rastrojos y cultivos de girasol carbonizados. El conductor es el que sale a investigar cómo va el atasco. Mira adelante, mira atrás, se asombra por la longitud del embotellamiento y vuelve hasta la ventanilla para comunicar su impresión al pasaje. Entonces salen uno o dos niños, empujados por la madre, miran a los lados y orinan. La multitud va aumentando. Pocos comunican entre sí sus sentimientos, pero e...

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La caravana lleva detenida varios minutos y los condenados empiezan a salir de la cuerda. Estamos a la altura de Mota del Cuervo. A uno y otro lado de la carretera se extiende un horizonte de rastrojos y cultivos de girasol carbonizados. El conductor es el que sale a investigar cómo va el atasco. Mira adelante, mira atrás, se asombra por la longitud del embotellamiento y vuelve hasta la ventanilla para comunicar su impresión al pasaje. Entonces salen uno o dos niños, empujados por la madre, miran a los lados y orinan. La multitud va aumentando. Pocos comunican entre sí sus sentimientos, pero en la contemplación mutua encuentran la confortabilidad de las víctimas. "Es terrible", se dicen. "Acaso caiga la noche". La totalidad de los conductores van ataviados con un calzón corto de color blanco con vivos rojos, según el modelo para un corredor de 400 vallas, y una camiseta sport que a veces hace juego. Muchas de sus esposas, uníparas, entre los 25 y los 30 años, portan prendas de la misma clase. Podría creerse que van a ser exterminados en las próximas horas, puesto que ya no les importa ir bien o mal ni el qué dirán. Sólo les importa ir frescos. Varios de ellos llevan además una gorra con visera de plástico. La situación tiene las características de un caos, y parece presumible que quienes la padecen vayan a mostrarse belicosos. Pero resisten, se adormecen. Como muchedumbre se contagian la resignación de las catástrofes. Y, por si no bastara, las señoras requieren paciencia a sus maridos conductores, capitanes de una durísima misión en la que se diría que ellos abren la ruta con sus brazos. En todos los vehículos se cambian consejos semejantes sobre la conveniencia de la calma y la importancia de llegar con vida. Sólo en algún lugar a alguien le saltan los nervios, pero enseguida la emisora notifica el número de cadáveres y heridos y el rebelde calla. La docilidad es ya absoluta. Ha cundido la noche y la caravana alcanza la ciudad como un solo animal exhausto. A la mañana siguiente recomienza la ficción de creerse un individuo.

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