Tribuna:

Un cuento

Hace casi dos años conocí a un hombre. Tenía unos sesenta años y vivía en un suburbio de Santiago de Chile, en uno de los lugares por los que me perdí, y a los que, salvo que el destino conduzca un autobús, jamás volveré. El hombre tenía una casa chica con un patio interior, y, en el patio, un árbol bajo el que me dio cobijo y una taza de té hecho con unas hojas que a fuerza de hervores habían perdido todo su perfume, aunque no su calor. Desde la húmeda caricia de aquella noche en forma de bóveda, al amparo de un árbol cuyo nombre no recuerdo, el hombre me dio una lección de geografía. Me preg...

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Hace casi dos años conocí a un hombre. Tenía unos sesenta años y vivía en un suburbio de Santiago de Chile, en uno de los lugares por los que me perdí, y a los que, salvo que el destino conduzca un autobús, jamás volveré. El hombre tenía una casa chica con un patio interior, y, en el patio, un árbol bajo el que me dio cobijo y una taza de té hecho con unas hojas que a fuerza de hervores habían perdido todo su perfume, aunque no su calor. Desde la húmeda caricia de aquella noche en forma de bóveda, al amparo de un árbol cuyo nombre no recuerdo, el hombre me dio una lección de geografía. Me preguntó qué sabía de Chile y le dije que poco, apenas el reflejo de sus heridas, que recalaban al otro lado del océano bañando la arena de sangre envenenada. Me preguntó qué sabía del desierto de Atacama, y le dije que nada.Bajo aquel árbol, que se había convertido en una cueva de brujas, habló de las arenas y del viento, que se movieron en espiral, arrastrándonos. Habló de la soledad, que de pronto hendió la noche como un rencor maduro, y de los extraños matojos que, a veces, tras una lluvia rápida, crecen en el desierto para que nadie olvide que sólo es el desierto el que decide cuánto tiene que dar. El hombre entregaba sus conocimientos con autoridad de maestro. 0 de creyente.

Luego estuvimos un buen rato callados, quietos, cada cual per~ dido en lo que había decidido que por unos momentos fuera su fantasía. Quise saber si visitaba a menudo el desierto septentrional, por qué le gustaban tanto su dureza, su fuerza esquinada y resistente a cualquier invasión. Le pregunté si creía que el desierto había padecido durante los últimos trece años la catástrofe a la que se había visto condenado el resto del país. Me dijo que no, que el desierto no sufre. Y que en cualquier caso, permanece.

Y me dijo otra cosa. Que él llevaba trece años encerrado en aquella casa, uncido a aquel árbol, y que jamás había puesto los pies en Atacama. Todo lo había aprendido en un libro de geografía, que leía y releía año tras año. Si aún vive, ahora serán quince.

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