Crítica:CINE EN TVE

Todos a bailar el tango esta noche

¿Sería exagerado decir que para una total comprensión de El último tango en París hay que reconocer, por ejemplo, la raíz de una frase como "no se puede vivir sin Rossellini?". Tal vez sí, pero no sena gratuito. Al tango hemos acudido todos, más allá de los Pirineos en su momento o esperando a que aquí la permitieran, y generalmente lo hemos hecho sin atender al reclamo de un autor que tiene unas exigencias y un pasado cinematográfico que no se lo salta un galgo: Bernardo Bertolucci. Prima della rivoluzione, Pariner, La strategia del ragno e Il conformista, más ...

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¿Sería exagerado decir que para una total comprensión de El último tango en París hay que reconocer, por ejemplo, la raíz de una frase como "no se puede vivir sin Rossellini?". Tal vez sí, pero no sena gratuito. Al tango hemos acudido todos, más allá de los Pirineos en su momento o esperando a que aquí la permitieran, y generalmente lo hemos hecho sin atender al reclamo de un autor que tiene unas exigencias y un pasado cinematográfico que no se lo salta un galgo: Bernardo Bertolucci. Prima della rivoluzione, Pariner, La strategia del ragno e Il conformista, más La commare seca, están ahí, y no por casualidad, y forman el grueso de un discurso cultural, ético e ideológico que conduce y culmina acaso en el tango. Hay que saber marcar el paso antes de bailarlo. Hay que tomar conocimiento de una fecha fetiche: mayo de 1968. Y de un título fetiche, A bout de souffle, de Godard, que enciende la mecha de Bertolucci, que establece sus gustos y sus miras estéticas.

El último tango en París se emite hoy, a las 22

25, por TVE-1.

Centro básico

Mucho más aún hay que mamar para llegar a ese centro bá sico que, con el Saló, de Pier Paolo Pasolini, y El imperio de los sentidos, de Nagisha Oshima, convulsionó al mundo occidental. En el caso que nos ocupa, por unos gramos escandalosos de mantequilla. También Saló y El imperio de los sentidos fueron interpretados desde sus superficies, sin considerar los imprescindibles antecedentes pasolinianos ni contemplar a conciencia los esquemas nipones, que se rigen por otra ética de las cosas y jamás pueden recibirse desde el encasillamiento de nuestra moral. Así salían luego los "pues no hay para tanto" o "si no se ve nada", como si el alcance cualitativo de la obra fuera directamente proporcional a las acrobacias mostrativas del pene de Marlon Brando.Cerrando herméticamente la rendija Ernmanuelle y prestando un poco de atención a la gravedad de la historia, entonces si; entonces El último tango podrá ser disfrutada desde el sufrimiento mismo de lo que nos cuente, que no otra cosa es que la crónica de dos soledades en la que el sexo actúa como posible, y finalmente trágica, válvula de escape. Dos soledades de muy distinto signo. La de él, la de Marlon Brando, es la de un desarraigo existencial propio de una generación norteamericana que en las letras encarnarían perfectamente un Norman Mafler o un Henry Miller, y en esas figuras precisamente pensaba Bertolucci al confeccionar su personaje y considerar a Brando como único fisico posible para encarnarlo. La de ella, la de María Schneider, es una soledad propia de su tiempo. No encontrar un lugar bajo el sol en que acomodarse y rehusar todo, desde,su novio (un atontado cineasta que, no podía tener rasgos más explícitos, compone Jean-Pierre Léaud) hasta su propio pasado (el uniforme de su padre, cuya gorra generará accidentalmente el trágico desenlace). La unión de una soledad y otra pasará por el anonimato, el no contarse nada, el entablar únicamente relación sexual. Lo que, naturalmente, más que no conducir a nada, conducirá a lo peor.

Película deprimente, triste, durísima, El último tango en París es, con todajusticia y no sólo como fenómeno sociológico, uno de los filmes más importantes de la década de los setenta. Por su penetración psicológica y su sustrato social. Por su lúcida mirada sobre las relaciones humanas. Y, entre otras razones -Marlon Brando, genial, sería una de ellas-, por la magnífica realización de Bernardo Bertolucci, elegante, majestuosa, con movimientos de cámara hermosísimos -el inicial, que nos acerca al desesperado grito de Brando bajo el puente del metro, es inigualable- y una fotografía, de Vittorio Storaro, en perfecta conjunción con el estado moral y emocional de los personajes: una luz triste, otoñal, mansa y depresiva. La luz del alma.

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