Crítica:'VIVIR CADA DÍA'

Arte comprometido

Vivir cada día tiene una larga vida; cada lunes, de manera a veces imperceptible pues varían mucho su calidad y el reclamo de su interés, el programa convoca a una dramatización de lo cotidiano claramente expresada en su título. Cada semana, desde hace años, el responsable, Rodríguez Puértolas, intenta establecer una ética del docudrama, aprovechando el indiscutible poder fijacional que la televisión tiene sobre lo real. Se trata justamente del tipo de programas que cuando son vistos en su corriente continuidad no nos resultan llamativos, pero cuando no existen se echan en falta. Un...

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Vivir cada día tiene una larga vida; cada lunes, de manera a veces imperceptible pues varían mucho su calidad y el reclamo de su interés, el programa convoca a una dramatización de lo cotidiano claramente expresada en su título. Cada semana, desde hace años, el responsable, Rodríguez Puértolas, intenta establecer una ética del docudrama, aprovechando el indiscutible poder fijacional que la televisión tiene sobre lo real. Se trata justamente del tipo de programas que cuando son vistos en su corriente continuidad no nos resultan llamativos, pero cuando no existen se echan en falta. Una parcela del campo televisivo que pertenece a la esfera de lo inevitable. Por otro lado, Vivir cada día ha sido un filón de creadores jóvenes que han hecho en él, a veces, sus primeras armas, si bien no es posible hablar de una escuela de documentalistas dramáticos como la que la BBC supo crear en los años setenta.El caso de Gonzalo García Pelayo, realizador del último Vivir cada día, es el inverso. Se trata de un director de cine andaluz, andalucísimo -y, a sus horas, comentarista, televisivo-, que ha desarrollado, antes de llegar ahora a la televisión, una carrera llena de tropiezos, desapariciones y aciertos. Volcado al concepto, resbaladizo donde los haya, de cine autóctono o nacional, se inició con una cinta, Manuela, molestada por cierta retórica formal pero vigorosa en su tratamiento del paisaje y los tipos rurales sevillanos, que no hacía presagiar sus posteriores y dislocadas aventuras: un intento de pomo blando godardiano y filosófico (Intercambio de parejas frente al mar) y una ligerísima, chispeante carnavalada, Corridas de alegría (hay una última obra suya, Rocío y José, que permanece inédita en casi toda España). El lunes, en su episodio titulado Memoria sin ira, volvía a su sempiterna Andalucía, pero no a su paisaje ni a su sexualidad, ni a sus chirigotas. Lo tratado a lo largo de una hora era el compromiso político del artista.

Es un tema que está en el aire, tras la polvareda del recién acabado congreso de Valencia. Por desgracia, el grupo humano real elegido por el director para su reconstrucción ficticia -los componentes de Jarcha, que en 1976 alcanzaron fama con su canción manifiesto Libertad sin ira, compuesta como sintonía de salida de Diario 16- no tenía relevancia suficiente, ni tampoco mucho que decir. Jarcha vivió la eclosión contenidista y un poco bobalicona de los cantautores, y sus miembros fueron debidamente devorados por esa pequeña revolución no de salón sino de plaza de toros. Reunidos para un homenaje, la justa reivindicación de lo privado frente al deber histórico de lo público nunca cobraba vida ante la cámara, en un programa que hace de la vida misma su santo y su seña.