Crítica:'CÓMICOS'

Nostalgia de lo humano

La televisión les debe un homenaje a los cómicos, esa carne vibrante a la que la literatura dramática debe siempre, aun en los peores casos, su contacto más directo con lo humano. Es de temer que se lo va a seguir debiendo después de la serie Cómicos, que va a tener cada semana un protagonista, y que en la primera entrega ha puesto un pedestal barroco y confuso bajo los pies de una primera dama, Irene Gutiérrez Caba. La idea, dirección y realización -y el guión, con Francisco Melgares- son de Francisco Abad, que no ha podido evitar la caída en dos tentaciones terribles de la televisión:...

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La televisión les debe un homenaje a los cómicos, esa carne vibrante a la que la literatura dramática debe siempre, aun en los peores casos, su contacto más directo con lo humano. Es de temer que se lo va a seguir debiendo después de la serie Cómicos, que va a tener cada semana un protagonista, y que en la primera entrega ha puesto un pedestal barroco y confuso bajo los pies de una primera dama, Irene Gutiérrez Caba. La idea, dirección y realización -y el guión, con Francisco Melgares- son de Francisco Abad, que no ha podido evitar la caída en dos tentaciones terribles de la televisión: el originalismo y la totalización.El originalismo es lo contrario de la originalidad, en el mismo sentido en que lo rebuscado es lo contrario de lo espontáneo. La fórmula que parece tener el programa es la de unir invención y dramatización a la documentación real, y la invención, totalizadora, tiende a unir una fantasía lírica, unas canciones, unos bailes, unas situaciones de humo y ensueño, a la descripción del personaje, doblado a su vez en realidad y ensueño, e incluso a la reconstrucción de algunas de las obras que se citan como creaciones de la actriz.

Una vez más sucede ese pequeño milagro del teatro: que la presencia del cómico conecta con la humanidad que se le escapa a la literatura y al alud de decorados, trajes, frases y humos en que se envuelve. El rostro y la voz de Irene Gutiérrez Caba, cuando se les deja en su pequeña libertad, nos devuelven el sentido de lo espontáneo.

Incluso los pequeños documentos originales -un par de escenas de película, alguna foto de álbum- irrumpen en la pantalla sobrecargada con su fuerza directa, aun procediendo de otros artificios. La lección está, simplemente, a la vista. Sólo hace falta, para recogerla, olvidar la sed de originalismo.

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