Crítica:

Policias y ladrones

Un logro indiscutible de la dinastía Calviño, que ahora mismo no sé qué número ocupa er la lista de faraones de la Casa, fue la serie La huella del crimen, producida por Pedro Costa y dirigida por un elenco de directores veteranos y jóvenes del cine español. En aquellos episodios, la reconstrucción de crímenes históricos estaba animada por la, inclusión de un punto de vista crítico, una moral ni justiciera ni sensacionalista que situaba los casos de sangre en el orden social donde conviven los criminales y sus víctimas.Turno de oficio es otra buena muestra de lo que...

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Un logro indiscutible de la dinastía Calviño, que ahora mismo no sé qué número ocupa er la lista de faraones de la Casa, fue la serie La huella del crimen, producida por Pedro Costa y dirigida por un elenco de directores veteranos y jóvenes del cine español. En aquellos episodios, la reconstrucción de crímenes históricos estaba animada por la, inclusión de un punto de vista crítico, una moral ni justiciera ni sensacionalista que situaba los casos de sangre en el orden social donde conviven los criminales y sus víctimas.Turno de oficio es otra buena muestra de lo que llamaríamos televisión con un acento, la que, sin desdeñar los valores de la eficacia fórmal trata de dotar a sus historia de un patrón ideológico revelador o cuanto menos desvelador. Es, para ser claro y breve, una serie dramática intencionada. Y por una vez las buenas intenciones de un espacio que el ex jefe de programas de TVE, Gómez Redondo, presentó como modelo de la "renovación profunda en la segunda cadena", no incurren en el apostolado.

Después de unos primeros capítulos vacilantes, excesivamente detenidos en la presentación anecdótica de los tres protagonistas que defienden casos de oficio-Carmen Elías, con su magnífica sobriedad habitual, la gran revelación Juan Echanove (¡por fin un Peter Lorre español!) y un maduro Juan Luis Gallardo que da la pauta de un firme aunque tardío talento interpretativo-, Turno de oficio ha dado sus cotas más altas en episodios como Jardines en el cielo y el de anteayer Colorado y caballo.

En estas dos historias madrileñas de delincuencia juvenil resultaba muy convincente la sabia mezcla de unos lícitos efectos melodramáticos con la adaptación a la española de una tradición de cine negro de intriga trepidante. Gracias a una particular atención a los escenarios urbanos y a los tipos Antonio Mercero, que firma los guiones con Horacio Valcárcel y Manolo Matjl, consigue realizar lo tantas veces irrealizable en su medio: que el lumpen luzca bien y suene bien sin caer en los casticismos de diccionario ni en lo involuntariamente paródico.

La sorpresa es ver a Mercero salir tan bien parado de los gajes de una narrativa dura. Se trata de un magnífico director y no hay que remontarse al laureado La cabina para probarlo; Verano azul, limpio de chanquetes y otra morralla del corazón, tenía capítulos memorables, y la crítica prestó hace cuatro años poco atención a su excelente comedia cinematográfica La última estación. Pero en los buenos momentos de Turno de oficio, cuando se aleja de los registros grotescos, que hasta ahora no han salido bien, Mercero da en el clavo: entra arrasador y con una potente luz en el universo donde un inocente puede verse una noche sorprendido por el caco, donde algunos policías maltratan al detenido y están demasiado familiarizados con el delincuente, y donde la justicia, la cordura, en suma, el orden civil, está encarnado por aquéllos que, como los abogados Chepa, Eva o Cosme, sin ser seres privados de pasiones, se guían por la razón.

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