Tribuna:

Atracciones

En los 18 años del Parque de Atracciones de Madrid y tras haberlo visitado 45 millones de personas, sólo se han registrado tres muertos. Pero si en toda la historia de este parque o de sus semejantes no se hubiera contado un muerto, quedaría al descubierto la falsedad de su atractivo. Un parque de atracciones basa su excitación en la verosimilitud del peligro. No hay verdadera compensación si, tras descender de cualquiera de sus artefactos, el visitante no cree haber salvado literalmente su vida.Del mismo modo que el jardín es la domesticación del azar silvestre, el parque de atracciones es el...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

En los 18 años del Parque de Atracciones de Madrid y tras haberlo visitado 45 millones de personas, sólo se han registrado tres muertos. Pero si en toda la historia de este parque o de sus semejantes no se hubiera contado un muerto, quedaría al descubierto la falsedad de su atractivo. Un parque de atracciones basa su excitación en la verosimilitud del peligro. No hay verdadera compensación si, tras descender de cualquiera de sus artefactos, el visitante no cree haber salvado literalmente su vida.Del mismo modo que el jardín es la domesticación del azar silvestre, el parque de atracciones es el remedo de la catástrofe amaestrada. En ambos supuestos, la condición humana crea un recinto de control, como simulacro de un exterior incontrolado. El jardín expone todo el vigor de la vegetación, pero desprovisto de voracidad y desorden. El parque de atracciones enseña el cuerpo entero del peligro, pero vaciado de consecuencias.

Es preciso, con todo, para que una y otra simulación sean excitantes, que en cada una asome, aunque sea precariamente, la probabilidad del siniestro. Que se entrevea, dentro de sucontrol, la ocasión del desastre. Un parque de atracciones es tanto más prestigioso cuanto mayor es su apariencia de amenaza. O bien cuanto mayor es su contribución al horror y a la experiencia de que, al menos en un momento, cruzaremos el quicio de la muerte.

Este negocio con la equivocidad de morir -presente también en muchos números de circo- es lo que se considera una típica diversión infantil. Y, efectivamente, es necesario ser o transmutarse en la fulgurante capacidad de inexistencia que marca a los niños para gozar de tal desafio. No hay un trance que dé mejor cuenta del pavor humano que el de la caída de un funambulista ante su público o el de esta niña verazmente asesinada por un falso pulpo. En esta súbita conversión de lo ficticio en lo real, de la ilusión de la muerte en la obscenidad del cadáver, se revela la miseria de la diversión en el parque de atracciones. Parque o espacio simbólico de la ambigua inclinación por lo siniestro.

Archivado En