Crítica:VISTO / OÍDO

¡Dejad que los niños se acerquen a mí!

Por lo leído, parece que padres e hijos se peleaban cada viernes por la noche. Los primeros, se ha escrito, deseaban ardientemente alcanzar la libertad de expresión a través de las intrincadas y duras de los contertulios de La clave; los segundos, ansiaban alienarse en un adocenado programa concurso. Y ¡qué concurso! ¡Ahí es nada ver a los mayores soportando exámenes! Y lo que es mejor: ¡suspendiendo! ¡Ahí es nada verlos en su patosería sucumbiendo a pruebas de patio de colegio! No es de extrañar que, frente a los sabiondos de la segunda cadena, con su tono profesoral y ponderado, los p...

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Por lo leído, parece que padres e hijos se peleaban cada viernes por la noche. Los primeros, se ha escrito, deseaban ardientemente alcanzar la libertad de expresión a través de las intrincadas y duras de los contertulios de La clave; los segundos, ansiaban alienarse en un adocenado programa concurso. Y ¡qué concurso! ¡Ahí es nada ver a los mayores soportando exámenes! Y lo que es mejor: ¡suspendiendo! ¡Ahí es nada verlos en su patosería sucumbiendo a pruebas de patio de colegio! No es de extrañar que, frente a los sabiondos de la segunda cadena, con su tono profesoral y ponderado, los pequeños prefirieran el barullo de la evaluación continua de la primera, donde los examinados son a veces incluso maestros (de profesión, claro). Uno está tentado a creer que, salvo excepciones, los mayores también la preferían. Las cifras cantan, aunque según parece eso de las cifras obedece a una conjura que seguramente debe ser calificada de calviño-judeo-masónica."¡Dejad que los niños se acerquen a mí!" es, pues, el lema de Chicho Ibáñez Serrador y, como en el chiste que completaba la frase bíblica, podría añadirse: "Que después vendrán los padres". Y a todos satisface. La estructura del programa, en su fase actual y superada la mítica del coche que fue uno de los ingredientes de su primera etapa, casi aún en la España del seiscientos, descansa sobre tres partes: en la primera, los participantes son examinados de cultura general y suspenden con frecuencia provocando la hilaridad de los muchachos; en la segunda, es su agilidad la sometida a prueba y quedan muy por debajo de la que pudieran realizar mozalbetes entre 6 y 12 años; la tercera es casi siempre un juego de adivinanzas en los que el doble sentido es dominante. El premio ha pasado ya a ser cosa secundaria, lo importante es ganar o perder jugando con un azar regido por las leyes del genio maligno cartesiano que pretende engañar a los concursantes. Tres ingredientes que forman parte habitual de los juegos de los muchachos. No es de extrañar que les guste. Las atracciones son la guinda para los mayores. Chistes, actuaciones y azafatas, además de una inefable Maira Gómez Kemp.

Los chistes

Los chistes son tan simples y previsibles como el resto del concurso -y simpleza no es necesariamente defecto porque en este caso es voluntaria-. Y así deben ser. Chistes para todos, viejos en su mayoría y con actuaciones forzadas de fiesta de fin de curso en colegio de pacatas monjas o más. Las subidas de tono son suaves, aunque a veces resultan groseras; no pueden ser tomadas como ofensa precisamente por la obviedad de su inocente grosería. Las actuaciones responden a la estética dominante en televisión, aplauso inmotivado incluido. Es una estética de colorido y danza, en la que, junto a alguna figura de renombre, lo que no necesariamente quiere decir de categoría pero, en cualquier caso a la altura de lo que se desa ver, hacen salir del apuro con cierto decoro, con el decoro de la tarima de la fiesta mayor de barrio. En las azafatas, lo imprescindible, desde la fundación del programa, es que salgan con las piernas al aire y que tengan cara de muñeca publicitaria. Ahora, resulta que además cantan y bailan. Es bastante como para que las señoras comenten que están muy bien aunque cantan mal o, con más frecuencia, digan que no está mal lo que hacen, porque nadie las había llamado para eso.Es como en las fiestas de familia de la España pretelevisiviva, cuando había una niña que cantaba o un rapaz que recitaba La pedrada de Gabriel y Galán. Más que la bondad de la interpretación, se agradecía que se la supiera de memoria. Con todos estos ingredientes, el programa cumple con lo que se le pide que, a lo sumo, puede ser que prescinda de chistes tan insoportables como los de Bigote Arrocet o interpretaciones de Luis Aguilé. Superada esa chabacanería, todo está permitido, hasta el toque lacrimógeno de los especiales dedicados al artista pobre. 1, 2, 3... puede gustar o molestar, pero cumple su cometido que no creo que sea, precisamente, el de molestar al señor Balbín. Por eso sigue.

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