Tribuna:

Muertos

Doscientos sesenta muertos en las carreteras durante las vacaciones de Navidad. Parece duro, pero la gente no lleva cuentas. Más bien tiende a sentir que si no le ha tocado esa muerte es por alguna razón de la que no son independientes sus méritos. Raramente, en un país, donde, por ejemplo, van cayendo mineros con una regular¡dad de calendario, se deduce en qué riesgo nos sitúa la molicie de los responsables.Ya sé que hay planes. Hay planes para mejorarlo todo. Pero nunca parece bastar la razón para promover una mejora. La única elocuencia pertenece -caso de las minas, las carreteras, el fer...

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Doscientos sesenta muertos en las carreteras durante las vacaciones de Navidad. Parece duro, pero la gente no lleva cuentas. Más bien tiende a sentir que si no le ha tocado esa muerte es por alguna razón de la que no son independientes sus méritos. Raramente, en un país, donde, por ejemplo, van cayendo mineros con una regular¡dad de calendario, se deduce en qué riesgo nos sitúa la molicie de los responsables.Ya sé que hay planes. Hay planes para mejorarlo todo. Pero nunca parece bastar la razón para promover una mejora. La única elocuencia pertenece -caso de las minas, las carreteras, el ferrocarril o los aeropuertos- al lenguaje de la muerte. La siniestralidad y su última pestilencia es el habla que por fin se acepta como razonable.

Se ha oído mucho que este país necesita disponer de una buena red para el trasporte de mercancías. Pero las personas no son propiamente mercancías. A fin de cuentas, la mayor parte de ellas viajan por placer, para satisfacer curiosidades particulares o para visitar a unos cuñados. Y no sólo esto. En buena parte viajan sin la debida prudencia, beben antes de conducir, no respetan el código, comen con desmesura y no revisan los neumáticos. Es, pues, un grupo altamente implicado en las calamidades que le sobrevengan. La carretera, entre tanto, es un bien estático e inocente. Cuando, como ahora, los accidentes se incrementan es a causa de un nuevo elemento tan incontrolable como la ligereza de los conductores. Se trata de la maldita climatología. Pero también, de paso, de esos malditos viajeros que sabiendo por todos los servicios telefónicos posibles el estado de las rutas, se aventuran por ellas. La muerte y las graves heridas de cientos de personas se anota así en el orden del exceso. De los excesos del tiempo, de los excesos de los viajeros. A sus pies queda indemne la ruindad de la carretera, sus trazados infames, sus angosturas, su señalización precaria, sus pavimentos carcomidos y deslizantes. Las gentes mueren en los coches, también en una mecedora. Pero en muchas ocasiones no es por hacer excesos, sino por el defecto de lo que no hicieron por ellas.

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