Tribuna:

El perfume

Seguro que el éxito internacional de El perfume, la novela de Patrick Süskind, no es ajeno al reciente interés por el deleite del olfato. Después de una excursión por los placeres más gruesos -y no me refiero al sexo, que ampara a todos ellos- emerge la ocasión de la nariz. El ojo, la mano o la boca son, ante todo, medios para la posesión. El oído o la nariz son, en cambio, vías por las que se es poseído. Los primeros se inclinan como amos sobre el objeto exterior y terminan dejando sobre él su marca. Los otros son lugares donde se recibe la cualidad de la visita. Con la mirada se fija ...

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Seguro que el éxito internacional de El perfume, la novela de Patrick Süskind, no es ajeno al reciente interés por el deleite del olfato. Después de una excursión por los placeres más gruesos -y no me refiero al sexo, que ampara a todos ellos- emerge la ocasión de la nariz. El ojo, la mano o la boca son, ante todo, medios para la posesión. El oído o la nariz son, en cambio, vías por las que se es poseído. Los primeros se inclinan como amos sobre el objeto exterior y terminan dejando sobre él su marca. Los otros son lugares donde se recibe la cualidad de la visita. Con la mirada se fija un fragmento de ese objeto, se destaca la extensión de un cuerpo. La misma mirada adorna o mancha al otro. Igualmente, la mano o la boca tienden a producir signos. Tocar es tatuar, besar es sellar. Dejar, en suma, huella.El nuevo placer, sin embargo, es menos acceder a algo que ser accedido por ello. Ser invadidos por un nuevo estupefaciente, una música, un perfume. (Incluso: ser tocado, besado, mirado.) En la geografía del placer se encuentra aquel que procede de una captura o una conquista. Pero, a su lado, el placer es también la constancia de sentirse tomado y rendido. En el primer supuesto, el premio puede revelarse de antemano. Pero, en el segundo, el gozo se descubre sin predicción. Menos comunicable, más secreto. Actúa como un bendito azar que nos complace selectivamente. O bien en él somos, como en los brazos del vicio, víctimas exactas de su designio. Opium, de Yves Saint Laurent; Obsession, de Calvin Klein; Poison, de Christian Dior. La serie de los nuevos perfumes recrea el mito de una inhalación que doblega a la voluntad. La cita y la sume en su dominio. No hay más que observar esas estampas en la televisión o en las revistas. Todos los protagonistas que han olido esa fragancia aparecen transidos por una realidad suprema. Cuerpos estremecidos y cerrados de placer, son ellos, al ser contemplados, los verdaderos objetos del deseo. He aquí el extremo efecto del aroma: la metamorfosis del sujeto en el olor. Del olor en el laberinto del perfume. Del perfume en la interminable seducción de ser, al fin, objetos.

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