Crítica:

El 92

Cada vez que oigo hablar de los fastos de 1992 me asalta un ataque de asma. Al principio eran ataques de risa, pero ahora ya son los mismos síntomas del ex abogado de Ruiz Mateos después de leer esas dos o tres declaraciones implosivas que emite todas las semanas su antiguo y bullicioso cliente. También el médico me prohibió terminantemente contactos con la industria del 92, pero la tentación vive arriba. Hoy mismo, por ejemplo, me entero de que la gran idea española para el quinto centenario consistirá en la repetición de la gesta marítima de las tres carabelas. Claro que la gran idea argenti...

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Cada vez que oigo hablar de los fastos de 1992 me asalta un ataque de asma. Al principio eran ataques de risa, pero ahora ya son los mismos síntomas del ex abogado de Ruiz Mateos después de leer esas dos o tres declaraciones implosivas que emite todas las semanas su antiguo y bullicioso cliente. También el médico me prohibió terminantemente contactos con la industria del 92, pero la tentación vive arriba. Hoy mismo, por ejemplo, me entero de que la gran idea española para el quinto centenario consistirá en la repetición de la gesta marítima de las tres carabelas. Claro que la gran idea argentina no le anda a la zaga: repetirán la hazaña aeronáutica del Plus Ultra, aunque en sentido inverso. Lo temible es que cundan tales entusiasmos y los celebrantes del aniversario saturen el océano de carabelas, hidroaviones, balsas, dirigibles, veleros, almirantes solitarios y audaces Pinzones, aumentando desagradablemente los ya tradicionales peligros de la travesía atlántica.Hay noticias mucho más alarmantes relacionadas con el 92. El vertiginoso desarrollo de la burocracia, por ejemplo. Todavía no sabemos en qué rayos consistirán los enormes actos del quinto centenario pero sí sabemos de la formación de cientos de comisiones, subcomisiones, comisariados, delegaciones, oficinas y departamentos para organizar el evento. Cada nueva idea genial relacionada con el 92 origina la creación de un barroco comité, para ponerla en práctica. Y cada comité, como es fama, no sólo logra acabar con la idea genial, sino que origina más burocracia a su alrededor. Hasta que llega el célebre momento en que el trabajo burocrático se expande de tal manera que ocupa todo el tiempo disponible para ejecutar cualquier otra tarea. Entonces no hay más remedio que crear un subcomité. Y así hasta el delirio. Si a los infinitos comités del quinto centenario sumamos los que surgirán de las muy posibles Olimpiadas de Barcelona, es razonable profetizar hasta 1992 una lujuria burocrática capaz no sólo de absorber 800.000 puestos de trabajo, sino de dividir nuevamente a España en dos feroces bandos irreconciliables: los funcionarios del descubrimiento y los funcionarios olímpicos.

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