Tribuna:

Barça

La derrota del Barcelona en Old Trafford ha dejado al fútbol español sin voz europea, a los seguidores blaugranas arrugados como una chufa y a los aficionados, en general, posibles telespectadores del Valencia-Atleti de esta tarde, persuadidos de su mediocre entereza. No existe aficionado heroico sin un equipo que lo aclame. Pero ese equipo ha desaparecido del firmamento. El fútbol español, ahora, lejos de ofrecerse como una alternativa salvaje, una opción suicida a cambio de la esposa o un relumbre de aventura a cambio de la repetición, es un precocinado de a granel, entre la empanadil...

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La derrota del Barcelona en Old Trafford ha dejado al fútbol español sin voz europea, a los seguidores blaugranas arrugados como una chufa y a los aficionados, en general, posibles telespectadores del Valencia-Atleti de esta tarde, persuadidos de su mediocre entereza. No existe aficionado heroico sin un equipo que lo aclame. Pero ese equipo ha desaparecido del firmamento. El fútbol español, ahora, lejos de ofrecerse como una alternativa salvaje, una opción suicida a cambio de la esposa o un relumbre de aventura a cambio de la repetición, es un precocinado de a granel, entre la empanadilla de bonito con tomate y las delicias de merluza. Hasta ese grado ha conseguido la práctica moderna ponernos la antigua y excitante orgía de los partidos.¿El Barça? El Barça era de verdad nuestro último asidero. Una vez que el Madrid había de entrar en la decadencia, en el ácido pase temporal -supuestamente obvio- del blanco al amarillento, el Barla se erigía en la opción de la modernidad. La creación del espectáculo brasa a brasa, jugador de excepción junto al otro de iridio. Todo un fulgor de músculos cotizados, una nutriente calentura de operaciones mercantiles encarnadas en medios, defensas o delanteros satinados.

El mito: 1.000 millones por una pieza. Llegados a esta cifra mágica, no sólo fue la práctica de formas equipos lo que se trastornaba, sino la misma condición del fútbol. Desde entonces, y pese a los feligreses, capaces de cualquier dolor, el fútbol habría de ser fatalmente y sin clemencia un espectáculo. Con 1.000 millones es ya ocioso o menor el clamor del aficionado. Las magnitudes se invierten y el jugador, en la plenitud del mil, lo es todo. Incluso lleva agregado el aliento. Es, pues, así, como la aventura del hincha se degrada y tiende a esta banal afición -o afición sin función- que presagia su muerte. ¿Podrá, no obstante, salvarse? Sólo si se cumple una condición: que se hunda este fútbol. O lo que es simbólicamente lo niÍsmo: que el Barcelona pierda y pierda hasta el extenninio. Que pierda contra el Manchester, contra el Cádiz, contra el Antequerano, incluso contra el Real Madrid, y los 1.000 millones se vayan convirtiendo en un vestigio.

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