Crítica:El cine en la pequeña pantalla

Negro con azúcar

Mervyn Le Roy abrió con su Little Caesar, o Hampa dorada, el Ciclo dedicado al cine negro norteamericano. Este filme pertenece al ciclo de gánsters que abrió la brecha por donde salió a las sombras exteriores, desde el oscuro subsuelo de la sociedad norteamericana, el cine negro adulto. Es un filme pionero, pero ya con claves del género.Hampa dorada es de 1930. En 1932 Le Roy filmó Yo soy un fugitivo, en el que también hay elementos dispersos del género, pero entremezclados, no con el marco de documento social de Hampa dorada, sino con otros, pa...

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Mervyn Le Roy abrió con su Little Caesar, o Hampa dorada, el Ciclo dedicado al cine negro norteamericano. Este filme pertenece al ciclo de gánsters que abrió la brecha por donde salió a las sombras exteriores, desde el oscuro subsuelo de la sociedad norteamericana, el cine negro adulto. Es un filme pionero, pero ya con claves del género.Hampa dorada es de 1930. En 1932 Le Roy filmó Yo soy un fugitivo, en el que también hay elementos dispersos del género, pero entremezclados, no con el marco de documento social de Hampa dorada, sino con otros, patrones de las producciones de Hollywood, como son el relato itinerante, típico del western originario; el relato procesal, característico de los dramas de intriga policiaca convencional; y, sobre todo, el melodrama, que ocupa un lugar aparte, bien diferenciado, en la producción norteamericana de la época.

Mervyn Le Roy fue un sólido y hábil director artesanal, pero de escasa personalidad, carente de mundo propio, y esto se nota en sus filmes, sobre todo por ese carácter formal híbrido a que me acabo de referir. Fue, como dice Bertrand Tavernier, profeta en su país y en su tiempo, en los que cosechó enormes éxitos de público, pero ha sobrepasado sólo medianamente la prueba del tiempo. ¿Quo Vadis?, la segunda versión de Mujercitas y Rose Marie representan el punto más alto de sus escaladas al éxito sobre realizaciones de buen formáto, sentido comercial y excelente producción, pero insignificantes como arte cinematográfico.

Yo soy un fugitivo se resiente de esa aludida condición híbrida en la que, no obstante, Le Roy dio lo mejor de sí mismo, como demuestran They Won't Forget, buen filme de intriga procesal, rodado en 1937, e ignoro si estrenado en España; y él melodrama bélico Treinta segundos sobre Tokio, realizado en 1944, en el que hay un excelente trabajo del gran Spencer Tracy. Y como en ésta y en Hampa dorada -en la que el beneficiado fue Edward G. Robinson-, en Yo soy un fugitivo el punto fuerte está nuevamente en el trabajo de la estrella de turno, que es el judío Paul Muni.

Paul Muni -muerto en 1967, y cuyo nombre real era Muni Weisenfreund- fue una de las estrellas del teatro yidish neoyorquino en los años veinte, y esta, escuela, de origen centroeuropeo, casi a lo Emil Jannings, marcó toda su obra interpretativa en el cine, en la que dio cursos antológicos de exageración gestual, aplicada con rara coherencia a la imagen cinematográfica. Yo soy un fugitivo es, con Scarface, el gran peldaño de su salto a la fama. Pero si en esta última Muni hizo un personaje negro con toques de risa agría, en Yo soy un fugitivo empapó al fondo negro con azucaradas lágrimas de melo. Su trabajo es brillante y merece revisarse.

Yo soy un fugitivo se emite hoy a las 21.35 por la primera cadena.

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