Tribuna:

Vacaciones

Mientras partimos de vacaciones, pendientes del avión, del tren o del barco, atentos a la sed de los niños, a la presión de las ruedas, al pasaporte, al estado del apartamento, al equipaje, al museo, al guía, no nos es dado ser conscientes del valioso hueco que dejamos atrás. La ausencia, si se puede expresar así, es en verdad la que está de vacaciones. Nuestra presencia es siempre, por sí misma, acalorada, gárrula, olorosa, vistosa, finalmente desmanotada y cerril. No logra la vacación jamás. Hacemos el viaje trasportándonos con todos los sentidos, chocando como cencerros. Llenamos de ...

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Mientras partimos de vacaciones, pendientes del avión, del tren o del barco, atentos a la sed de los niños, a la presión de las ruedas, al pasaporte, al estado del apartamento, al equipaje, al museo, al guía, no nos es dado ser conscientes del valioso hueco que dejamos atrás. La ausencia, si se puede expresar así, es en verdad la que está de vacaciones. Nuestra presencia es siempre, por sí misma, acalorada, gárrula, olorosa, vistosa, finalmente desmanotada y cerril. No logra la vacación jamás. Hacemos el viaje trasportándonos con todos los sentidos, chocando como cencerros. Llenamos de inmediato los hoteles, las salas de diversión y las playas. Hacinamos de ruidos a granel los. aeropuertos y los merenderos. Decididamente, no hay modo de buscar complacencia sin complicar a nuestro chafardero cuerpo en ello. Y no digamos ya si se viaja con un par de matrimonios encantadores.Se dirá que la incomodidad de acarrearnos se multiplica contemplando a los demás en la misma actitud penosa. Cierto. Pero eso no resta un ápice de verdad al origen de la tabarra. Observando y sufriendo a los demás con su farragosa carnalidad sonora aprendemos la proporción de nuestro propio engorro. No hay modo de hacer un armisticio. La paz, por decirlo así, no está en nuestra presencia, sino en nuestra ausencia. En ese polvo blando y planeador que navega por nuestra casa abandonada. O bien en el aliento de esos pisos cerrados y vacantes donde al bullicio y al caos familiar sustituye un silencio aromático y beato.

Trágicamente, nuestras vacaciones siempre se encuentran allá donde no estamos. Más allá, donde todavía no hemos llegado, o más acá, exactamente atrás, cuando ya hemos partido. En el atolondramiento de la salida, cuando creemos haber recogido todos los bártulos necesarios, siempre se incluye uno que lo perjudica todo y siempre se excluye otro que constituye la esencia de nuestra vacación: la ausencia.

Los ladrones que entran sigilosamente estos días en los domicilios pueden atestiguarlo. Esa inmensa bonanza que con indescriptible placer encuentran es la auténtica vacación que año tras año, tercamente, dejamos olvidada al otro lado de las puertas.

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