Tribuna:

Atenas

Hay siempre un día de verano en que siento nostalgia de Atenas. No es un sentimiento concreto, de forma y textura definidas. La nostalgia de Atenas es una imprecisa emoción que te va invadiendo como esos amores lentos, traidores, que no puedes rechazar.De mi primera visita recuerdo a unos chavales que jugaban al fútbol usando como portería dos columnas del templo de Adriano. Y a un policía que me contaba historias de popes lúdicos. Esa vez odié Atenas, que era, me parecía, una prisión de hormigón meado por los gatos, adelfas envenenadas y turistas que arrasaban los museos con su tufo a broncea...

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Hay siempre un día de verano en que siento nostalgia de Atenas. No es un sentimiento concreto, de forma y textura definidas. La nostalgia de Atenas es una imprecisa emoción que te va invadiendo como esos amores lentos, traidores, que no puedes rechazar.De mi primera visita recuerdo a unos chavales que jugaban al fútbol usando como portería dos columnas del templo de Adriano. Y a un policía que me contaba historias de popes lúdicos. Esa vez odié Atenas, que era, me parecía, una prisión de hormigón meado por los gatos, adelfas envenenadas y turistas que arrasaban los museos con su tufo a bronceadores. Los coches chirriaban, crujían, crepitaban bajo un sol que descarnaba la fealdad y te cegaba para la belleza. Plaka apestaba a camero y te ensordecía con el tintineo de las baratijas. Huí de Atenas, y no sabía que ya la llevaba en la sangre.

La segunda vez que me acerqué a la ciudad-útero, ciudad-puerta, ciudad-poliédrica lo hice con frivolidad, casi a desgana. Y entonces la descubrí. Paseé bajo los porches de modesto hormigón, siguiendo como un sabueso el rastro de olores pervertidos, aprendiendo a dístinguir las voces entre el griterío. Amé a los vendedores que ofrecían melocotones gigantescos en Syntagina, a los curas de raídas sotanas, a las muchachas que dudaban entre florecer al velo o a los vaqueros, sabedoras de que ninguna de las dos culturas pertenece ya a la que ha sido madre de todas ellas. Amé al encargado de unos servicios públicos, que me invitaba a café dulce y espeso mientras hombres y mujeres vaciaban su vejiga a ambos lados del pequeño cuarto en donde comía, dormía y hacía el amor; a los carniceros del mercado, que agitaban las vísceras de sus víctimas salpicándome de sangre y de reclamos; a los viejos camareros del café Orfanides, que te miran fijamente a los ojos para hacerte creer que te encuentras en la brasserie Lip. Amé, sobre todo, la ingenuidad con que los atenienses te ofrecen su amistad junto con las verduras cocinadas con canela.

Por eso, cada verano, hay un día en que vivo la nostalgia de esa ciudad. A veces tengo la suerte de sentirla en la misma Atenas. Y aprieto los párpados para mejor imaginar cómo el crepúsculo, en ese mismo instante, ennoblece de púrpura el monte Likabetos.

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