Tribuna:

Semana Santa

La gente del Opus hace mal en alarmarse. Es verdad que esto ya no es lo que era, pero, con todo, el círculo se va cerrando en un nuevo anillo de pureza litúrgica. La antigua magnificencia de la Semana Santa se ha borrado en provecho de un enaltecimiento vacacional, pero su énfasis ha llegado a ser tan sólido como en los memorables oficios de tinieblas. A lo sagrado, pese a los sermones catastróficos, no sucede nunca lo profano, sino otras formas remozadas de lo sagrado.Despavoridos y obsecuentes, cumpliendo con toda severidad una orden que llega como del más allá, los habitantes de las grandes...

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La gente del Opus hace mal en alarmarse. Es verdad que esto ya no es lo que era, pero, con todo, el círculo se va cerrando en un nuevo anillo de pureza litúrgica. La antigua magnificencia de la Semana Santa se ha borrado en provecho de un enaltecimiento vacacional, pero su énfasis ha llegado a ser tan sólido como en los memorables oficios de tinieblas. A lo sagrado, pese a los sermones catastróficos, no sucede nunca lo profano, sino otras formas remozadas de lo sagrado.Despavoridos y obsecuentes, cumpliendo con toda severidad una orden que llega como del más allá, los habitantes de las grandes ciudades se precipitan, en días de Semana Santa, a recoger niños, animales domésticos y enseres para sumarse a la masiva peregrinación hacia la Naturaleza. No importa hasta dónde se dirijan ni mucho menos el grado de satisfacción que les aguarde en sus destinos. La fiesta se decide más en el cumplimiento del ritual común (despedirse de la oficina, dar la vuelta a la llave de la puerta blindada, llenar el depósito, circular) que en el contenido de las pasiones, una a una. Lo molesto, dicen algunas mentes sin gobierno, es que esto mismo lo hagan todos. Pero ¿cómo encumbrar una fiesta sin el concurso y la cantidad?

Se simula en esta escapada de la ciudad una suerte de gesto pagano que opone la dispersión a la concentración piadosa y la expansión a la oración conjunta. Nada, sin embargo, más engañoso: La dispersión obedece, primero, a un sistema temporal tan estricto como el que disciplinan las horas canónicas y, en cuanto a la expansión, los peregrinos, por diseminados que parezcan, veneran con una unción sin fisuras la misma experiencia de mirar el cielo, cortar una rama del almendro o ver un pueblo en estado puro. Ellos cumplen el precepto. Son, por el contrario, los que permanecen en la gran ciudad los descreídos. Y son éstos, secretamente, con un sabor ambiguo, entre el deleite de la transgresión y el dolor de ser resto, quienes estando recogidos padecen la misma vitriólica sensación que el catolicismo infundía a los fieles que se fumaban los oficios. Lo sagrado y sus órdenes, para sosiego de quienes hayan de vivir de ello, no muere nunca. Es sólo cuestión de ir poniéndolo, sucesivamente, al día.

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