Tribuna:

Los viejos, vida mía

Desengáñate, vida mía. Los viejos nos están dando con la puerta en las narices. En cuanto pueden, se matan. Y hacen bien, porque nosotros les hemos asesinado antes. Les hemos borrado del paisaje por el simple hecho de ignorar al decrépito que hay en nosotros, a ese fantasma del futuro que no nos gusta porque nos espera. Los viejos no nos quieren, vida mía, rechazan este mundo en el que el cuerpo se vende por libras de tersura y la mente sólo sirve para fabricar slogans que nos permitan aceptar los slogans que fabrican los otros.Hay un libro terrible de Simone de Beauvoir,...

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Desengáñate, vida mía. Los viejos nos están dando con la puerta en las narices. En cuanto pueden, se matan. Y hacen bien, porque nosotros les hemos asesinado antes. Les hemos borrado del paisaje por el simple hecho de ignorar al decrépito que hay en nosotros, a ese fantasma del futuro que no nos gusta porque nos espera. Los viejos no nos quieren, vida mía, rechazan este mundo en el que el cuerpo se vende por libras de tersura y la mente sólo sirve para fabricar slogans que nos permitan aceptar los slogans que fabrican los otros.Hay un libro terrible de Simone de Beauvoir, La ceremonia del adiós, en el que habla de la senilidad de Sartre. Y es terrible no por su crudeza en describir el ocaso del escritor, sino porque Beauvoir, precisamente Beauvoir, que escribió un volumen de seiscientas páginas titulado La vejez en el que se incluían todas las teorías posibles sobre la decrepitud, se muestra indefensa como un bebé ante la realidad. Simone se va a dormir con el corazón vuelto del revés cuando ve a su filósofo babear sin teorías. Simone, que lo sabe todo sobre todo, se muerde la garganta de impotencia cuando su filósofo se caga encima y tiene la inocencia de pedir que le limpien la mierda. No acepta la vejez.

Simone de Beauvoir no acepta que los viejos tienen derecho a la incontinencia y la baba, y a nuestra ternura, a nuestro recuerdo de niños que crecimos en su fuerza, que mamamos de su sabiduría.

Te contarían un cuento antes de despedirse. El cuento del dragón que devoró a sus enemigos mientras se sentía fuerte y sucumbió a la princesa cuando supo que las llamas que brotaban de sus entrañas no eran incandescentes. Te darían el legado de todo lo que hicieron y tú reclinarías la mejilla, dulcemente, tomando su regazo por montera. Te explicarían las veces que se dieron contra esa misma puerta, que fracasaron después de tropezar contra tu misma piedra. Pero los viejos se van y se llevan su vida y el secreto, el único, irrepetible secreto, con su último aliento, vida mía. Vida que no eres mía tan sólo: también le perteneces a esa vieja que me aguarda en alguna parte.

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