Tribuna:GENTE DE LA CALLE

La novia de blanco

Iba vestida clásicamente de novia con el vestido albo, zapatos blancos, guantes blancos; en la cabeza, una guirnalda de florecillas del mismo tono. Era la estampa miles de veces repetida por toda la geografía española de una muchacha acercándose a la puerta del templo para reunirse con el hombre a quien confía su futuro.Pero lo que daba a esa mujer un matiz diferente era que la muchacha no se acercaba a ninguna iglesia. La puerta que pasaba no tenía carácter sagrado, sino judicial; la escalera -empinadísima escalera por cierto- no tenía nada que ver con las gradas del altar. Y quien iba a casa...

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Iba vestida clásicamente de novia con el vestido albo, zapatos blancos, guantes blancos; en la cabeza, una guirnalda de florecillas del mismo tono. Era la estampa miles de veces repetida por toda la geografía española de una muchacha acercándose a la puerta del templo para reunirse con el hombre a quien confía su futuro.Pero lo que daba a esa mujer un matiz diferente era que la muchacha no se acercaba a ninguna iglesia. La puerta que pasaba no tenía carácter sagrado, sino judicial; la escalera -empinadísima escalera por cierto- no tenía nada que ver con las gradas del altar. Y quien iba a casar no era un sacerdote revestido de la pompa con que la Iglesia ha sabido sabiamente adornar sus ceremonías, sino un magistrado con traje normal de calle. La homilía se sustituía por la lectura de unos párrafos del Código Civil sobre las obligaciones de los esposos contrayentes, la bendición por unas palabras administrativas correctamente pronunciadas. La novia de blanco se casaba por lo civil en lugar de por lo religioso.

Pero la novia se había vestido de blanco y se había adornado la cabeza con una guirnalda de flores artificiales porque la novia se había empeñado en dar a aquel acto la importancia protocolaria que ella quena que acompañase al momento más importante de su vida Y así iba, alegre y contenta, por los pasillos, rozándose con el gentío que subía y bajaba * en busca de certificados, papeles sellados y timbrados que nos acompañan en todas las circunstancias de la vida ("Actas de nacimiento, matrimonio, defunción", decía un cartel, simbolizando apresuradamente el ciclo total de la existencia humana). La gente se apresuraba de un lado a otro cuando no se ponía pacientemente a la cola ante una puerta que decía: "Prohibido pasar", a lo que alguien más iracundo había añadido un "Terminante mente" por encima, preguntaba al conserje dónde encontrar las mil pólizas que el Estado nos exige para registrar cada uno de nuestros movimientos. Y por entre ellos, inasequible al desánimo, al olor fuerte de masa, a las paredes desconchadas, a los cubos de basura, a la falta de bancos donde sentarse, la novia de blanco iba de lado a lado, sonriendo a los amigos y a los desconocidos. "Es mi día, hoy me caso. Y me caso de blanco porque quiero que ese día sea distinto de todos los demás, y quiero que empiece a serlo en el momento de vestirme por la mañana".

Entré tras ella en la sala del juzgado. En contraste con los pasillos anteriores, estaba limpia y agradablemente amueblada. El juez entró, saludó a los presentes, advirtió del procedimiento, leyó los, párrafos antedichos, preguntó a la pareja sobre sus intenciones. "Sí", dijo en voz alta y segura la novia vestida de blanco. Y el juez los declaró "marido y mujer en cuanto firmaren el acta".

Después se fue, tras despedirse de la pareja y de los testigos, y a partir de entonces aquella fue una boda como las que estamos acostumbrados a ver, como todas las demás bodas.

Lloraban el padre y la madre, la novia y el novio (lágrimas que se pegaban a las mejillas ajenas en el abrazo de fojicitación), empezaban los chistes típicos sobre el paso que había dado, se daban consejos apresurados y rientes sobre cómo mantener firmes los vínculos contraídos. Un ujier cortó la escena porque había que despejar la sala. Otra pareja esperaba su turno. Bajamos todos la empinada escalera, la novia de blanco sonreía feliz y todos la miraban y sonreían también a su paso. Porque les hacía gracia su gesto, el gesto personalísimo con que la muchacha había creado su propio ceremonial en vista de que no se lo proporcionaban los demás, y había conseguido que el día de su boda fuese distinto de otros días empezando por la mañana temprano -apenas había podido dormir-, cuando se levantó para vestirse...

Y viéndola, yo pensaba... ¿Tan difícil o caro sería que el Ministerio de Justicia colaborase mínimamente para que ese momento ascendiese del puro trámite adminsitrativo de ahora a la ceremona que tiene que ser? Bastaría un día especial sólo para bodas, una sala especial sólo para parejas que esperan ese momento, un protocolo mayor en la presencia del juez, en la forma de administrar el servicio. He sabido que algún magistrado intenta hacerlo e incluso pide que los contrayentes lleven anillos que intercambiar en el momento oportuno.

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