Crítica:El cine en la pequeña pantalla

Una legendaria pareja

Si Mark Sandrich ha pasado a la historia -pequeña- del cine, si hoy se habla todavía de él y sus películas pese a ser un cineasta mediocre, autor de filmes de encargo, más obra del estudio que del director, no es naturalmente por méritos propios, sino porque, gracias precisamente a su caracter anodino y dócil, competente para poner la cámara en su sitio, pero incompetente para hacer un filme de fuste, era el hombre adecuado para el lanzamiento de una pareja de actores y bailarines que estaba pidiendo un lugar en la leyenda. Y que lo obtuvo. La operación necesitaba un traductor, no un creador. ...

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Si Mark Sandrich ha pasado a la historia -pequeña- del cine, si hoy se habla todavía de él y sus películas pese a ser un cineasta mediocre, autor de filmes de encargo, más obra del estudio que del director, no es naturalmente por méritos propios, sino porque, gracias precisamente a su caracter anodino y dócil, competente para poner la cámara en su sitio, pero incompetente para hacer un filme de fuste, era el hombre adecuado para el lanzamiento de una pareja de actores y bailarines que estaba pidiendo un lugar en la leyenda. Y que lo obtuvo. La operación necesitaba un traductor, no un creador. Tal vez por eso salió bien.Sandrich abandonó muy joven su profesión universitaria y se lanzó al cine, como tantos otros muchachos de aquel tiempo, como al camino y a la aventura. La llamada del Oeste, el mítico Go West! del siglo pasado, se había convertido en el XX en un Go Hollywood! Sandrich lo recorrió con entusiasmo. Sus primeras películas datan de 1925. Son cortometrajes que nadie recuerda, con excepción de algunos que hizo para el actor cómico, también devorado por el olvido, Lupino Lane.

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No descolló Sandrich en su trabajo y, por los síntomas, pasó pronto a engrosar las listas de los directores a suelto y a la orden de los estudios, con escasas posibilidades de esa aventura personal que le llevó a California y su dorado barrio de Hollywood. No obstante, esta llegó en 1934, cuando le designaron como director de la segunda película de una joven pareja, Ginger Rogers y Fred Astaire, que había obtenido ya un pequeño pero significativo triunfo y que ofrecía muchas posibilidades que había que estrujar. Ese fue el origen del tinglado de producción que dio lugar a La alegre divorciada.

Tal fue el éxito de este filme, que Sandrich, en otros tantos años consecutivos, rodó otros tantos filmes con el dúo Rogers-Astaire. En 1935, Sombrero de copa; en 1936, Sigamos la flota; en 1937, Ritmo loco; y en 1938, esta Amanda que la televisión repone hoy. Quienes cuentan aquella aventura in situ dicen que fue el delirio, el éxito absoluto, al que Sandrich tuvo acceso en funciones de recogedor de migajas.

Luego, terminada esta febril colaboración, Sandrich volvió a desaparecer. Y quedó de él justamente lo que no era de él: la leyenda de una actriz, Ginger Rogers, bailarina de escasos recursos, pero que podía volar de la mano, o de los pies, de ese milagro de ritmo y de elegancia, único, irrepetible, fastuoso, lo mismo en en el baile melódico que en el de claque, llamado Fred Astaire. Y de la oscura obra de un oscuro director a suelto, salió un capítulo, pequeño, pero tocado de gracia, de la historia del cine.

Amanda se emite hoy a las 19.15 por la primera cadena.

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