José Domínguez, "El Cabrero", triunfa como "cantaor" y tiene problemas como pastor

Al día siguiente de haber ganado dos importantes premios en el concurso nacional de arte flamenco de Córdoba, José Domínguez ya estaba a vueltas con la actividad que constituye su segunda razón de ser: el cuidado de las cabras, del que toma su nombre artístico -El Cabrero- y el atuendo que le acompaña invariablemente en sus apariciones públicas. Es lo que los críticos llaman un cantaor de altura y, al mismo tiempo, un personaje especialísimo y singular.Y en medio de sus cien cabras, entre veredas que los agricultores estrechan más a cada siembra, hay que encontrarle si se quiere hablar ...

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Al día siguiente de haber ganado dos importantes premios en el concurso nacional de arte flamenco de Córdoba, José Domínguez ya estaba a vueltas con la actividad que constituye su segunda razón de ser: el cuidado de las cabras, del que toma su nombre artístico -El Cabrero- y el atuendo que le acompaña invariablemente en sus apariciones públicas. Es lo que los críticos llaman un cantaor de altura y, al mismo tiempo, un personaje especialísimo y singular.Y en medio de sus cien cabras, entre veredas que los agricultores estrechan más a cada siembra, hay que encontrarle si se quiere hablar con él. Las cabras y el flamenco son las dos compañías inseparables de El Cabrero desde que su padre empezó a llevarle al campo, cuando sélo tenía cinco o seis años. El cante era entonces una necesidad que se hacía pública únicamente con ocasión de las fiestas del pueblo; el rebaño era el medio de subsistencia tradicional de toda la familia.

Ahora, las cabras han dejado de ser rentables, porque los pastos son cada vez más escasos, los piensos más caros y los intermediarios que te compran la leche para una industria quesera, más intransigentes. «El que cuida sus cabras se puede decir que sólo saca su jornal, pero trabajando quince o veinte horas. Es más importante el hechizo que tienen que lo que dejan. A unos les gustan los perros de caza: a otros, jugar a las cartas, y a mí me gustan las cabras", explica, con absoluta fe en lo que dice.

No es una pose, no, el amor de José Dominguez por sus animales. Hoy por hoy, saca dinero de los recitales para seguir manteniéndolos y no le dan más que disgustos, como esos cuatro juicios que tiene pendientes con campesinos de su pueblo, Aznalcóllar, que le acusan de haber invadido los sembrados, o sus continuos enfrentamientos con los guardas jurados, que le amenazan con tomarse la justicia por su

mano y rajarlo si las cabras hacen de las suyas.

Elena, su compañera, una gallega que organizaba homenajes literarios a la República española en Ginebra («la primera vez que le vi estaba comiendo pan y jamón, y me dije: Qué bruto tiene que ser este tío, y no me equivoqué»), le define argumentando que los agricultores no respetan las veredas y cañadas, y el lcona no hace nada por defender a los cabreros y sus derechos históricos. Y si este pleito entre campesinos y ganaderos recuerda los westerns aderezados en Hollywood, el propio Cabrero aparece ante el público todo vestido de negro, con sombrero y botas camperas, como un Clint Eastwood cualquiera. «Lo que pasa es que no tenemos defensa, porque los cabreros son aquí el lumpen del pueblo», dice Elena.

En cuanto a su faceta de cantaor, sur sinceridad a toda prueba y cierta agresividad («He estado muy reprimido desde que nací; mi padre me daba palizas teniendo yo hasta veinte años») le ha creado no pocas dificultades. Es un hombre que se preocupa más de cantar y vivir que de cumplir los rituales de la vida social. "Choco mucho a esos señores repipis, que hay en el flamenco".

De hecho, a pesar de sus cinco elepés y su ya larga trayectoria profesional, estos dos premios de Córdoba -al mejor cante por solea y al mejor por malagueñas- son los primeros que recibe.

Tampoco le ayuda su concepto del cante como expresión de una rebeldía contra todo lo que considera injusto, y su incapacidad, confesada, para hacer un cante festero después de contar un drama por seguiriyas o fandangos, remachado constantemente: «A mí me gusta el monte/darle la cara a los vientos/pa que se lleven mis penas/y alivien mis sufrimientos». Con alguna fama a su favor, sigue prefiriendo los espacios abiertos y solitarios a las reuniones de mucha gente, el hechizo de sus cabras a las convenciones de la vida social.

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