Primera corrida de feria de Pamplona

El trapío de los pablorromeros sólo importó a los toreros

Cuando para informar del resultado de una faena decimos, por ejemplo, que hubo silencio, conviene tener en cuenta la plaza donde se produjo. Así, en Sevilla, los silencios son tan elocuentes que se oyen (cuchan, en versión de la tierra). En Pamplona, en cambio, los ruidos equivalen a silencio, y cuanto más estruendoso es el ruido más desolador es el significado del silencio.La media plaza que ocupan, de arriba abajo, las peñas pamplonicas tiene la elocuencia de¡ ruido. El silencio es el griterío, que remarca diferencias. De esta forma entendida la sanción de la fiesta, habremos de subr...

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Cuando para informar del resultado de una faena decimos, por ejemplo, que hubo silencio, conviene tener en cuenta la plaza donde se produjo. Así, en Sevilla, los silencios son tan elocuentes que se oyen (cuchan, en versión de la tierra). En Pamplona, en cambio, los ruidos equivalen a silencio, y cuanto más estruendoso es el ruido más desolador es el significado del silencio.La media plaza que ocupan, de arriba abajo, las peñas pamplonicas tiene la elocuencia de¡ ruido. El silencio es el griterío, que remarca diferencias. De esta forma entendida la sanción de la fiesta, habremos de subrayar que la corrida de ayer fue pródiga, elocuente en coros, brincos, golpes de bomba, trompetazos y todo el jolgorio ensordecedor. En resumen, ponía una barrera de incomunicación entre el tendido y los toreros.

Plaza de Pamplona

Primera corrida de feria. Lleno absoluto. Toros de Pablo Romero, de gran trapío; cumplieron en el primer tercio; bravo el sexto; manejables en conjunto. Dámaso González: estocada corta, caída (silencio). Estocada desprendida y rueda de peones (silencio). José Luis Galloso: pinchazo, estocada corta, perdiendo la muleta y rueda de peones (escasa petición y vuelta). Manolo Arruza: pinchazo hondo y descabello (silencio). Metisaca, estocada contraria y tres descabellos (pitos).

No interesaba lo que ocurría en el ruedo, porque salvo los detalles de Galloso, que diremos, y un emocionante tercio de banderillas en ellúltim0 toro, apenas hubo perfiles toreros. Un cartel con Dámaso González, Galloso y Arruza no hace concebir esperanzas de excelsitudes en lo que a arte se refiere, es cierto, pero por lo menos una voluntad cabe suponer y una técnica habría que exigir, pues los tres son matadores de alternativa con el rodaje hecho. Y tampoco de eso hubo, salvo excepciones. Dámaso González no se confió con el primero, que era una mole, y al cuarto, el de menos presencia de la corrida (pero, desde luego. tenía trapío), le ligó dos tandas de derechazos templados, para luego ensayar el circular y prodigar pases sueltos que no tenían sentido ni gracia.

La nobleza del segundo admitía toreo de altas calidades que apenas le instrumentó Galloso, pues si bien ligó dos muletazos y los dio con temple, en todos ellos usaba el pico, la suerte descargada de arte. Para el capote, en cambio, estuvo toda la tarde seguro y variado, y al quinto lo lidió muy bien. Con oficio y gusto. Sin embargo, llegado el último tercio, no se confió en absoluto, pues el toro acusaba temperamento, y resolvió su papeleta con un trasteo demasiado largo, desairado y por la cara.

En la expresión máxima de la vulgaridad, Arruza desaprovechó un toro manejable, como era el tercero, y el mejor de la corrida, que fue el sexto; pabiorromero de gran trapío, bravo y noble, sin otro problema que la codlicia de sus embestidas, las cuales pedían a gritos un torero.

En banderillas se arrancaba de largo, con estilo y fuerza, y Arruza le ganó limpiamente la cara en tres pares de mérito enorme, reunidos y clavando en lo alto, dos de ellos de poder a poder y el tercero de dentro a fuera. Fue un gran tercio, emocionante, sin duda el de mayor plenitud que hayamos visto en toda la temporada. Pero con la muleta, el mexicano no se atrevió a ligar, no supo andar, continuamente cambiaba de terreno, no encontraba la distancia. Los toros bravos descubren a los tereros malos, se ha dicho hasta la saciedad. Arruza estaba muy incómodo frente a este pablorromero, serio y bravo, con el que no pudo.

De aquí que las peñas se fueron por los derroteros del silencio ruidoso. Los toreros no les llegaron a interesar lo más mínimo. Pero ¿y el toro? Porque había toros, precisamente lo que exige el público pamplonés: gran trapío, ejemplares de clase, mucho respeto y algunos de gran belleza también, como el cárdeno claro, cornalón, vuelto, engallado y guapo que salió en tercer lugar. Allí estaba, pues, el toro. ¿Le hicieron caso? Todo lo contrario: ni una ovación de salida -como habría ocurrido en otras plazas-, escasa atención a su lidia, canciones y bailes que nada tenían que ver con el espectáculo y, en una ocasión, aquello de «¡Presos a la calle»!, que, por cierto, suscitó en los tendidos fuerte división de opiniones. El respeto que imponían los pabiorromeros sólo lo apreciaron los toreros y muy pocos en el tendido.

¿Para qué toros-toros, entonces? En estas circunstancias, no tienen demasiado sentido los atragantones que han de pasar los toreros en Pamplona ante semejante ganado. Pues la exigencia del toro no parece responder a la ley de la fiesta y de la afición, sino al empeño de mantener a toda costa una imagen con base muy discutible. Estamos en que sin toro auténtico no hay corrida verdadera, pero además es necesario que el público que era, pueda y sepa verlo y entender su lidia.

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