Reportaje:

Obras monumentales de "artistas clandestinos" decoran las carreteras de Francia

Los inspirados de la carretera, o más bien, en traducción literal, «los inspirados del borde de los caminos», son artistas -no se sabe, pues es un asunto de gusto, si hay que poner o no esta palabra entre comillas- que han arreglado -y con esta otra palabra sucede lo mismo- sus casas con lo que han ido encontrando a mano, materiales tan pobres como diversos, insospechados en función de arte oficial -el autor lo llama arte ificial- que van desde palos y piedras, alambres y botellas, hasta latas de gasolina vacías, conchas marinas, pedazos de loza -que es el soporte p...

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Los inspirados de la carretera, o más bien, en traducción literal, «los inspirados del borde de los caminos», son artistas -no se sabe, pues es un asunto de gusto, si hay que poner o no esta palabra entre comillas- que han arreglado -y con esta otra palabra sucede lo mismo- sus casas con lo que han ido encontrando a mano, materiales tan pobres como diversos, insospechados en función de arte oficial -el autor lo llama arte ificial- que van desde palos y piedras, alambres y botellas, hasta latas de gasolina vacías, conchas marinas, pedazos de loza -que es el soporte predilecto- y sobre todo mucha cola y cemento.No se trata, por supuesto, de arquitectos, sino más bien de pasteleros retirados, ferrocarrileros nostálgicos de las piedras entre los raíles, carteros imaginativos o jubilados que no se consuelan con la inactividad; siempre de habitantes solitarios y suburbanos. De ellos, uno solo es conocido, célebre incluso -es el Facteur Cheval- se pensó que era un caso aislado o hasta un maniático; hoy se le reconoce como el jefe de fila de esta confrería particular: sus miembros no se comunican entre ellos, ignoran unos las obras de los otros, no tienen estética alguna y si algún modelo los incita es la pintura de los billares, de los tiovivos rurales y las ferias patronales, cuando no la de las cajas de queso, aunque excluyen de ellas las tediosas repeticiones de la obra en la obra.

No se piense en Disneylandia, ni tampoco en ese parque con que los fabricantes del analgésico Bálsamo del Tigre han amenizado las afueras de Singapur: estos dos modelos resultan austeros y hasta sofisticados al lado de los patios y fachadas, torres y albercas, balcones y minaretes de los inspirados franceses.

No insisto en el Facteur Cheval, ese cartero aplicado, testarudo incluso, que al encontrarse una piedra de formas extrañas, corroída por el agua y el tiempo, afirmó: «Ya que la Naturaleza quiere hacer esculturas, yo haré albañilería y arquitectura.» Durante 33 años, y con otras piedras, construyó el palacio Ideal, monumento imponente -las fachadas este y oeste tienen cada una veintiséis metros- en que, para ser breves, se puede decir que se encuentra, traducido al lenguaje grotesco del cartero, sencillamente todo, y de preferencia, el arsenal religioso: desde una gruta con la Virgen María, los cuatro evangelistas y un calvario, hasta un templo indio y una mezquita. Pelícanos y avestruces, gacelas, ciervos y cocodrilos retozan entre los árboles exuberantes, cascadas, gigantes egipcios, la Casa Blanca, un monumento argelino y un castillo medieval. Todo está inscrito con poemas, sentencias o divisas, que van desde lo más banal e inteligible hasta lo más oracular y hermético: «Lo que Dios escribió/sobre tu frente sucederá.»

Pero el persistente edificador del palacio Ideal no es más que el Leonardo, o el Picasso, de este mundo que cuenta, por un lado declarado, con cientos de artistas clandestinos o empecinadamente off.

De ellos, uno de los más proliferantes es Robert Vasseur, un antiguo lechero de Louviers, en el departamento Eure, que ha convertido su casa en un mosaico ilimitado gracias a la yuxtaposición obsesiva de pedazos de loza, en el cual se destacan, con los colores más vivos y en formatos heroicos, mariposas gigantes, blazones, rosetas, gallos, escenas militares, marinas o campestres, y un enorme reloj inmóvil. Pero de este edificador, quizá lo que más impresione sea el motivo que lo impulsó a intentar esa empresa desmesurada, ese reto:

«La casa era nuestra y queríamos agrandarla. Como había hecho una pieza en el patio quería vivir en ella. Había hecho un lavadero en una esquina, un lavadero de cemento. Tenía que hacer algo con él, ya que el cemento atrae la suciedad y no es fácil de limpiar. Busqué qué poner en el fondo del lavadero; tenía un poco de loza rota y utilice los platos. De allí me vino la idea. Traté de combinar las flores del fondo de los platos en el fondo del lavadero. Después hice lo alto del lavadero. Cuando terminé, me dije: "Podía continuar un poco más lejos, hacer la parte baja." De allí llegué a la mitad. Entonces me dije: "Qué tonto soy , podía ir hacia arriba, hasta el techo, sería mejor." Hice hasta arriba y entonces continué por todas partes y no me paré nunca más.»

Frederic Paranthoën, pescador jubilado, tiene dos especialidades: personajes en conchas y animales de cemento. Su patio es un zoológico que no peca de inverosímil, excepto por su exceso de boas y por las actitudes insolentemente voluptuosas del resto de los reptiles. Algunas pin-ups en poses tahitianas coronan las fuentes siempre secas.

Cuando Paranthoën volvió definitivamente a tierra se encontró desocupado, sin brújula. Iba todos los días a ver el mar. Notó que a cada gran marca se formaba un depósito de conchas. Se acordaba de las faldas de las bailarinas españolas que había visto en sus expediciones por Huelva y Valencia y decidió rehacerlas con lo que el mar iba dejando. Así empezó todo. Después de las españolas hizo bretones, gitanos, árabes y sobre todo marquesas, muchas marquesas. Los animales surgieron por higiene: el oculista le prohibió seguir fabricando cosas pequeñas. Los trabaja en serie: diez o doce al mismo tiempo. Su obra asciende a 120 animales, entre los cuales veinticinco gatos y doce tortugas de los Galápagos. Tiene también 250 personajes en concha. Los expone en el garaje, todos los días una serie: pájaros, tortugas, monos. Como no quiere vender ni desprenderse de nada de lo que ha concebido, la casa está atestada de sus criaturas: duerme entre setenta fieras.

Pastelería de arte

Marcel Landreau, de Mantes, a quien llaman en la región le Caillouteux -algo así como el Piedroso-, soñaba con ser repostero para realizar arquitecturas en dulce, pastelería de arte. No tuvo suerte. Fue durante la guerra, y con las tarjetas de racionamiento la repostería pasó a ser un ejercicio impopular. En Indochina vio templos y pagodas. Lo vocacional y lo exótico terminaron reuniéndose: hoy en día su casa es un almanaque de tableaux vivants realizados con piedrecitas y animados gracias a la complicidad de un electricista. Muchos tienen un sentido moral, como el llamado «¡ Ven, papá! »: el padre, borracho, como era de esperarse, se aferra a un farol, orina -se ve el agua que sale-; el hijo, con gestos más esquemáticos que eficaces, trata de arrastrarlo hacia la casa.Su obra maestra es una catedral con una boda ante el pórtico. El alcalde pronuncia un discurso moviendo la cabeza a un lado y otro, un discurso oficial que se oye realmente, grabado en la aldea, por un alcalde de verdad y -se apresura a aclarar el artista- ¡con su acento de alcalde!

Estas labores persistentes o decoraciones suscitan a menudo la ironía discreta o la condescendencia. Recuerdo con estupor el estupor de los occidentales ante las escenas con amagos del cine de Bombay que ilustran, entre quioscos de venta de medicinas, los senderos del jardín de unos hermanos terapéuticos, en Singapur. Los mismos comentarios se escuchan ante los revestimientos de loza que esmaltan muchos patios «personalizados». Estos mismos visitantes se extasían, sin embargo, ante muchos ornamentos de Gaudi, que sin abuso pueden emparentarse con los segundos. Y es que estos engendros del ocio, como los de Duchamp, dependen más de la posición que, adopte el espectador que de los objetos que manipulan: si se acepta ese avatar del barroco o esa manía contemporánea que se ha dado en llamar el kitsch, este arte de subprefectura parecerá monumental cuando no grandioso; si se juzgan a partir del gusto canónico, esos caprichos de asociales o fantasías de jubilado sólo conquistarán el rango de disidencias inofensivas, extravagancias propias de la tercera edad o francos pintarrajeos en proliferaciones de cemento.

Es cierto que los artistas de este catálogo trabajan únicamente con estereotipos, que en sus obras la invención, en el sentido de retórica personal, está ausente; sin embargo, dan una lección de libertad en el empleo del objeto de arte y en el arreglo de los materiales, muy parecido al del bricolage o a esa manera que inauguró Arcimboldo al hacer sus retratos utilizando mariscos o legumbres.

Como en el Japón tradicional, estos hacedores entienden el arte como una actividad que comunica con lo más cotidiano y lo transforma: hacen más llevadera la afligente arquitectura de los pabellones de las afueras y hasta les imparten una cierta euforia.

Me pregunto quién revelará los monumentos hoy ignorados de otros sitios, qué ocultarán, por ejemplo, lugares más propensos al barroco que Francia, como España y los países que los jesuítas transitaron en América, qué se descubrirá al salir de otras carreteras, al borde de otros caminos.

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