Reportaje:Boxeo

Muangsurin, más que un pegador, un demoledor

Ha llegado el Chino. Y por lo visto no ha cambiado en nada. Sigue pareciendo un muchacho de cera; se diría que su cara ha sido esculpida en un cirio o en un queso de bola. Continúa usando espoleta retardada: hay siempre un desfase entre el final de¡ chiste que escucha y el momento en que empieza a reír, y luego, cuando sonríe, se le queda el gesto paralizado. O sea, que tiene todavía un cierto aire a Frankenstein.Veinte asaltos de entrenamiento han bastado para confirmar otras viejas impresiones. Antes de pegar mira fijamente el objetivo como si estuviera seleccionando la posible trayec...

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Ha llegado el Chino. Y por lo visto no ha cambiado en nada. Sigue pareciendo un muchacho de cera; se diría que su cara ha sido esculpida en un cirio o en un queso de bola. Continúa usando espoleta retardada: hay siempre un desfase entre el final de¡ chiste que escucha y el momento en que empieza a reír, y luego, cuando sonríe, se le queda el gesto paralizado. O sea, que tiene todavía un cierto aire a Frankenstein.Veinte asaltos de entrenamiento han bastado para confirmar otras viejas impresiones. Antes de pegar mira fijamente el objetivo como si estuviera seleccionando la posible trayectoria del golpe. Se concentra ante su enemigo como el samurai ante la espada. A continuación bufa, resopla y dispara el puño como si fuese un arma arrojadiza: parece que no se conforma con noquear, sino que se dispone a traspasar con él lo que se interponga.

Entra Muangsurin dentro de esa categoría de púgiles catalogados como pegadores, aunque habría que matizar qué clase de pegador es. No corresponde a la de puncheur fulminante, capaz de acabar con su adversario en un segundo y de un solo golpe. Tiene la mano pesada: sus puños hacen daño allí donde sean conectados; son eficaces sobre todo, en conjunto, y más que dormir, deforman. La sensación que se experimenta al recibir uno de ellos equivaldría a la de un martillazo.

Frente al pegador puro, cuyos golpes se limitan a poner fuera de combate sólo cuando llegan al lugar preciso, Muangsurin y los de su clase son demoledores. La diferencia entre el trabajo de unos y otros está muy clara: cuando el boxeador al que aquéllos acaban de poner KO despierta, siente sólo la confusión típica de un mareo; en cambio, al despertar, los rivales del apisonador tienen la sensación de haber sufrido un atropello.

Convengamos que Muangsurin es de los que atropellan, así que no habría que esperar más para sugerir una técnica a Miguel Velázquez: apartarse cuando venga. Como suelen decir los preparadores en argot, ese es un combate que sólo puede ganarse con las piernas.

Diez días antes de la pelea de desquite, sabemos lo que sabíamos: Muangsurin, el Chino nacido en Thailandia, no es un rayo, pero sigue siendo un huracán.

Un fuerte viento que sopla de cinco a siete en el gimnasio y tras horas más tarde en la Costa Fleming.

Hace media jornada pensando en Velázquez, y el resto en memoria de una masajista de Bangkok.

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