Hasta el final, Nadal será Nadal
El español cae en la primera ronda de París contra Zverev (6-3, 7-6(5) y 6-3, en 3h 05) y se marcha ovacionado de la Chatrier, a la que espera regresar en los Juegos
El tiempo sigue arrebatándole al viejo campeón lo que más quiere. Ama Rafael Nadal tanto lo que hace, le llena tanto competir, que no se resigna a decir adiós todavía. Pero, por si las moscas, el público de la Chatrier se pone respetuosamente en pie —forman también Novak Djokovic, Carlos Alcaraz e Iga Swiatek— y aplaude emocionado al cierre de este episodio resuelto con la lógica que se presumía de antemano: 6-3, 7-6(5) y 6-3 para Alexander Zverev, después de 3h 05m. ¿Habrá sido la última vez? ¿Es esto un adiós? “Probablemente”, dice el protagonista, 14 Copas de los Mosqueteros y toneladas de mística a las espaldas, “pero no puedo asegurarlo al cien por cien”. Tiene la tarde un aroma a despedida, se respira la nostalgia por los cuatro costados y él, espíritu pueril todavía, enfila el vestuario vitoreado tras el lapsus con la edad: “Ojalá fueran 28, y no 38…”. Quiere volver en un par de meses, en los Juegos del verano. Y más adelante, deja en el aire, ya se verá. Pero, “si es la última vez”, precisa, “lo he disfrutado. Estoy en paz”.
Desde el instante en el que la suerte le emparejó con Zverev, el tenista español supo que el trazado podía ser breve. El alemán, de 27 años y número cuatro del mundo, era quizá el rival menos apetecible. Venía en forma, de ganar Roma, efervescente. Y él, en cambio, lamentaba no haber dispuesto de más tiempo sin limitaciones. “No era la primera ronda ideal, desde luego”, matiza Nadal, que nunca había perdido en la primera ronda de Roland Garros y al que hasta hoy, solo habían podido rendirle en París el sueco Robin Soderling (2009) y el serbio Djokovic (2015 y 2021). Tiene el de Manacor todavía tenis para dar y regalar, seguramente para superar a la gran mayoría de los jugadores. Pero dichoso elemento el tiempo, ese que no perdona a nadie. Llegó corto de sensaciones y el prematuro cruce con el alemán sella este efímero paso por el Bois de Boulogne. En realidad, una victoria personal para él. “Es difícil que pueda mostrar más nivel del que hoy he ofrecido; en esta situación, quiero decir”, transmite. Y seguramente no le falta razón.
Son dos tenistas a dos velocidades diferentes y en dos realidades muy distintas. Que Zverev llegaba al duelo con varios cuerpos de ventaja queda claro desde los primeros pelotazos, en los que ya domina y Nadal queda a su merced. Comienza además el español en falso, con tres malos toques que abren un feo e inoportuno escenario, encajando una rotura de entrada. Mala señal para abrir boca: una dejada mal calibrada, una doble falta y un revés a la malla. Redondea el alemán el primer acelerón con un ganador incontestable que traza la ruta de la tarde e inclina el terreno, cada vez más pronunciado el desnivel porque el reverso de la leyenda no carbura y percute por ahí una y otra vez el gigantón, un jugador que evoluciona hacia la madurez deportiva y que ahora lee la acción mejor. Segundo break, y más cuesta arriba.
Poco o más bien nada tiene que ver este Zverev con el de otros tiempos. Van desapareciendo de su catálogo la queja, la excusa y las salidas de tono, a la vez que su tenis gana poso y progresión para enmendar esas taras que lo desvirtuaban; o sea, una derecha quebradiza, los patinazos de las dobles faltas y cierta torpeza en los desplazamientos, especialmente los verticales. Pero, por encima de todo, el alemán ha ido desembarazándose de la desidia y ha ido forrándose de un mono de trabajo cargado de buenos argumentos. Así es como logra sobreponerse a la inmensidad parisina de Nadal cuando el mallorquín, siempre ahí, pase lo que pase, activa la vieja máquina e invoca a su ejército de fantasmas en el segundo parcial. Todo un imperio a la carga. En otros tiempos, la situación hubiera sido insalvable, pero esta vez no. El tiempo y su dictado, que no perdonan.
La vieja máquina
Excesivamente contemporizador en el primer tramo, el balear transita por el precipicio mediada la segunda manga, en la que Zverev llega a disponer de una doble opción para firmar el 3-1. Reacción o nada, concluye Nadal, que sortea la caída y ejecuta un par de brincos que evocan a aquel torbellino con melena, sin mangas y pantalones pirata que, casi dos décadas atrás ya, irrumpía en París decidido a hacer historia. Al hombretón de hoy le cuesta entrar en calor, pero finalmente coge temperatura —el ojo, las distancias, el timing— y replica al majestuoso revés de su rival con un drive profundo que le salva el pescuezo y guía el partido hacia un terreno distinto. Pueden flaquear las fuerzas, pero el oficio no se olvida. Durante alrededor de una hora rebate, se revuelve, se rebela. Pero no hay retorno.
Desde su atalaya y ese 1,98 que le permite producir tiros cargados de veneno, dirección y precisión, le venga por donde le venga la bola, Zverev contragolpea, mientras el público agradece ese instinto heroico e innato de Nadal para intentar superar las circunstancias más adversas, por mucho que la lógica diga que esta vez es muy difícil que dé con la escapatoria. Sirve incluso para cerrar el segundo set, pero se encasquilla. Se notan la falta de ritmo y automatismos, también la ausencia del curso pasado —no competía en esta pista desde hace dos años— y, por encima de todo, las 38 primaveras que está a punto de alcanzar. El cuerpo, dice, viene enviándole señales desde la lejanía, y de la mano lo hace también la edad. Ley de vida, nadie está exento. Y el de Hamburgo, una década más joven, firma el 5-5 con una rotura en blanco y a la hora de la verdad, pilota los intercambios con determinación.
Nadal, raro, o quizá hoy no tanto, tira extrañamente dos dejadas que tal vez no demandaba el guion en el desempate y, ahora sí, lo que ya era complicado deriva hacia lo utópico. Dos sets abajo, contra las cuerdas, justo de gasolina y abocado a una salida inmediata e inédita de París, su segundo hogar, el empeño en seguir agarrándose al partido con uñas y dientes arranca una y otra vez los aplausos del público francés, que advierte el espíritu irreductible de siempre en el mito que ahora va poco a poco llegando a su final. Incluso a remolque, ya por detrás en el tercer parcial, el español celebra puntos como el primer día y tira un par de muñecazos, marca de la casa. Pundonor, corazón, alma. Del primer al último kilómetro, Nadal compite como Nadal. Pero ahí se cruza Zverev, impecable, ganador, elegante en el discurso —acordándose primero del adversario— y autor de un triunfo que, “tal vez sí, tal vez no”, quién sabe, haya podido significar el adiós del héroe a su tierra. El tiempo y su tiranía.
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