La elevación del delito
El crimen organizado se movía pegado al cemento de la grada, pero ahora, la patada criminal ha sido sustituida por el soborno y el fraude, tan incruentos, tan impunes, tan de nuestro tiempo
Habrán oído mil veces que el fútbol es como la vida. Se trata de un tópico innegablemente cierto. Podríamos ofrecer muchos ejemplos, pero hoy nos centraremos en uno: el delito. El fútbol internacional, el de las grandes competiciones, ha evolucionado igual que las sociedades más avanzadas: reduciendo el pequeño atraco callejero, con frecuencia asociado a la violencia y equiparable al patadón alevoso, y elevando el latrocinio a la categoría de arte de altísima rentabilidad.
En otros tiempos, los dirigentes del fútbol internacional eran caballeros europeos, casi siempre antiguos árbitros,...
Habrán oído mil veces que el fútbol es como la vida. Se trata de un tópico innegablemente cierto. Podríamos ofrecer muchos ejemplos, pero hoy nos centraremos en uno: el delito. El fútbol internacional, el de las grandes competiciones, ha evolucionado igual que las sociedades más avanzadas: reduciendo el pequeño atraco callejero, con frecuencia asociado a la violencia y equiparable al patadón alevoso, y elevando el latrocinio a la categoría de arte de altísima rentabilidad.
En otros tiempos, los dirigentes del fútbol internacional eran caballeros europeos, casi siempre antiguos árbitros, casi siempre racistas (el último fue el británico Stanley Rous), a los que no se les ocurría sustraer un céntimo de la caja. El crimen organizado se movía pegado al cemento de la grada, en el caso de barras bravas, hooligans y otros grupos salvajes, o al césped de la cancha.
Quienes aún se sobrecogen con la patada al pecho que Nigel de Jong asestó a Xabi Alonso en la final de 2010 deberían ser conscientes de que aquello fue como un canto del cisne, un adiós a las viejas costumbres. Y recordar a los futbolistas de Hungría y Bulgaria que apalizaron en 1966 a Pelé (de pie o ya caído en el suelo, daba igual), hasta romperlo. O las 23 faltas que el italiano Gentile cometió sobre Maradona en 1982. En el mismo Mundial español, el portero alemán Schumacher agredió al francés Battiston, que cayó en coma con una vértebra, tres costillas y dos dientes rotos.
Recuérdese asimismo el Italia-Chile de 1962, una batalla campal (la Batalla de Santiago) que duró 90 minutos y en la que los jugadores no dejaron de patearse y escupirse a la cara unos a otros. Aquel Mundial de Chile fue el más brutal de todos. En el Yugoslavia-URSS, el bosnio Mujic le rompió una pierna al soviético Dubinski (sin particular comentario por parte del árbitro) y dejó el hueso tan astillado que se generó un sarcoma; Dubinski murió poco después, a los 34 años. El grito habitual de la afición chilena era “mátalo, mátalo”. La prensa británica definió el torneo de 1962 como “un baño de sangre”.
Son cosas que provocan alarma social. Como el delito callejero. La jurista e investigadora Jennifer Taub señala que el robo con violencia en Estados Unidos ha ido decreciendo y reduciendo su rentabilidad: el FBI afirma que cada año se sustraen de esta forma unos 16.000 millones de dólares (casi lo mismo en euros). En cambio, el robo de cuello blanco, el que no se ve, el que se perpetra desde un despacho enmoquetado, ha aumentado vertiginosamente: su cuantía anual se estima entre 300.000 y 800.000 millones de dólares. Y suele quedar sin castigo. Un fenómeno parecido ocurre en las sociedades europeas.
¿Lo ven? El delito asciende.
En las gradas de Qatar, el público (cuando lo hay) es mimoso como un gatito. Y los futbolistas se desempeñan como caballeros. Bracear cuesta una tarjeta, las manos deben pegarse al cuerpo, el partido se detiene cuando alguien recibe un balonazo en la cabeza; no me cuesta imaginar que en un futuro próximo las malas miradas se incluyan en el reglamento como agresión moral.
Incluso los nostálgicos del fútbol bravío, como quien firma estas líneas, apreciamos el juego limpio. Y hasta la drástica reducción, gracias al engorroso VAR, de los errores y prevaricaciones arbitrales, que añadían adrenalina al juego y, en su injusticia, lo hacían más parecido a la vida real. Esa similitud se pierde. Se gana, sin embargo, en el palco.
Miren de vez en cuando el palco. Fíjense en los multimillonarios directivos de la FIFA y en alguno de los sátrapas que los acompañan. La patada criminal ha sido sustituida por el soborno y el fraude, tan incruentos, tan impunes, tan de nuestro tiempo.
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