Aquella vieja barrera de los 10 segundos...

Jim Hines fue el primer hombre en correr por debajo de los 10 segundos: 9,95s en México 1968 tras verse la noche previa a la carrera con su mujer en un hotel fuera de la Villa Olímpica

Jim Hines, tras ganar el oro en México 68 con 9,95s.Rich Clarkson (Sports Illustrated/Getty Images)

Los 100 metros vienen a ser la prueba estrella del atletismo en los Juegos, a su vez deporte estrella. En estos, el hombre más rápido del mundo ha sido el estadounidense Noah Lyles por cinco milésimas sobre Kishane Thompson, jamaicano, tras una final olímpica en la que por primera vez los ocho atletas bajaron de 10 segundos. Esa barrera fue durante más de medio siglo uno de los grandes desafíos del deporte.

En los albores de la natación, ...

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Los 100 metros vienen a ser la prueba estrella del atletismo en los Juegos, a su vez deporte estrella. En estos, el hombre más rápido del mundo ha sido el estadounidense Noah Lyles por cinco milésimas sobre Kishane Thompson, jamaicano, tras una final olímpica en la que por primera vez los ocho atletas bajaron de 10 segundos. Esa barrera fue durante más de medio siglo uno de los grandes desafíos del deporte.

En los albores de la natación, ese papel correspondió al minuto en 100 libre, vencido por Johnny Weismuller en París 1924. Aquello le valió fama imperecedera, reforzada por las 12 películas de Tarzán que rodó a cuenta de ello. Pero los 10 segundos en 100 metros seguían siendo una barrera mítica en mi niñez cuando irrumpió un velocista alemán: Armin Hary, El hombre relámpago. Su padre había sido luchador en Berlín 1936 y por casa andaba un libro con viejas láminas que él se bebió. Le fascinó la figura de Jesse Owens y decidió sucederle. Entrenaba todas las noches en el bosque y practicaba incesantemente salidas en el pasillo de su casa: cuarenta diarias, cinco días por semana, mil al año. Su primera obsesión fue desbancar a Manfred Germar, seleccionado por Alemania para Melbourne 1956 con una marca de 10,3s. Las salidas de Armin, de rapidez eléctrica, resultaban sospechosas a ojos de todos. Cuando en el Europeo de Estocolmo 1958 batió por fin a Germar, este le acusó de haber robado la salida. Nunca se reconciliarían.

El 6 de septiembre de 1958, una noticia sensacional sobresalta al mundo: ¡Armin Hary ha corrido los 100 metros en 10 segundos en Friedeensafen, Alemania! Incrédulos, un grupo de especialistas de Estados Unidos, que tenía tres hombres con 10,1s, y otro de Japón, cuyo emperador había prometido una medalla de oro de 10 centímetros de diámetro y uno de grosor al primero que lo hiciera, viajan en busca del gato encerrado y descubren en la pista un desnivel descendente de 11 centímetros en los 100 metros, uno más de lo permitido. No se homologa. Armin se lleva un berrinche.

El 21 de junio de 1960 corre en Zúrich, repite la marca… pero se anula por salida ilegal. El juez de salida no dio pistoletazo de anulación, fue el de llegada quien decidió, bajo la sugestión general de que ese límite era imposible de alcanzar sin trampa. Tras una hora de protestas se le permite volver a correr, siempre que al menos dos atletas le acompañen. Los consigue y vuelve a clavar los 10.

A Roma 1960 llega como estrella y ratifica su primacía al ganar la medalla de oro, con 10,2s, tras una primera salida falsa. Por la noche, el embajador de Japón le entrega la medalla prometida por Hiro Hito; eso sí, en acto secreto, para evitar acusaciones de profesionalismo. También ganó el oro de 4x100 y regresó a Alemania convertido en un héroe. Pero un accidente de coche le dañó la rodilla y mató su carrera.

Y le esperaba lo peor: cuando en Tokio 1964 apareció el cronometraje electrónico, se apreció que el manual venía regalando dos décimas, así que su mejor marca se rebajó a 10,2s. Su papel en la historia quedó borrado de golpe. Se fue hundiendo en el olvido.

En México 1968 el desafío ya no era alcanzar los 10 segundos, cosa que habían hecho varios, sino rebajarlos. Allí se daban las mejores condiciones: apareció el tartán, mejor que la ceniza, y los 2.248 metros de altitud eran una gran ventaja para las pruebas anaeróbicas. El que mejor supo aprovecharlas fue Jim Hines, que llegó pletórico a la final. Tanto que la noche previa se escapó de la Villa Olímpica, se vio con su mujer en el hotel de esta, hicieron el amor y bebieron champán: “Si no corres con esa sensación de ser el mejor, lo seas o no, nunca harás nada”, dijo cuando años después reveló la escapada.

Aquella fue la primera final con los ocho velocistas negros, y Jim Hines saltó por fin la barrera rebajando el récord a 9,90s según una primera medición, luego rectificada a 9,95s. Su nombre dio la vuelta al mundo.

Pero tampoco las cosas fueron para él como hubiera esperado. Aquellos fueron los Juegos del Black Power con el heroico gesto de Tommie Smith y John Carlos. Hines había sido de los pocos atletas negros que no quisieron sumarse, pero el revuelo consiguiente le envolvió: “Cuando volvimos a Estados Unidos nadie quería saber nada de nosotros”, se lamentó. Para los blancos era uno más de la revuelta, para los negros, un sumiso Tío Tom. Dejó el atletismo, probó suerte en el fútbol americano, sin éxito, y sobrevivió en el anonimato con un pequeño sueldo como oscuro empleado municipal. Su récord se mantuvo hasta 1983, cuando lo batió Calvin Smith (9,93s).

Jim Hines falleció el año pasado, con su gloria marchita desde mucho tiempo atrás, como la de Hary, del que la última noticia fue que había vendido sus zapatillas y medallas a un coleccionista americano: “No quiero que cuando yo falte acaben en un mercado de viejo. Y en Alemania a nadie le importan”.

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