Nadar, bailar, (sobre)vivir
El escritor Pierre Assouline recupera la figura de Alfred Nakache, campeón francés, superviviente de Auschwitz y nadador en el mismo club en Toulouse que Léon Marchand
Antes que Léon Marchand, mucho antes, estuvo Alfred. Hoy pocos recuerdan a Alfred Nakache y su celebridad actual está a años luz de la de Léon Marchand, el muchacho de los cuatro oros y el ídolo de los franceses en París 2024. Pero, entre prueba y prueba de natación y mientras por momentos se dejaba llevar por la leonmanía, el peatón ha devorado El nadador, el libro de Pierre Assouline sobre Nakache. Y hay frases que parecen estar escritas pensando en Marchand.
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Antes que Léon Marchand, mucho antes, estuvo Alfred. Hoy pocos recuerdan a Alfred Nakache y su celebridad actual está a años luz de la de Léon Marchand, el muchacho de los cuatro oros y el ídolo de los franceses en París 2024. Pero, entre prueba y prueba de natación y mientras por momentos se dejaba llevar por la leonmanía, el peatón ha devorado El nadador, el libro de Pierre Assouline sobre Nakache. Y hay frases que parecen estar escritas pensando en Marchand.
Por ejemplo: “Nadar, bailar. La natación no es un esfuerzo, sino una coreografía”. Y unas líneas después: “Él sonríe antes de zambullirse, sonríe al salir de agua”.
Esta es la historia de otro ídolo francés de la natación. Su vida atravesó al siglo XX, o fue atravesado por este siglo, sus crímenes y sus tragedias. Durante tiempo quedó injustamente olvidado, pero Alfred Nakache (1915-1983) fue una estrella en Francia y Europa. El palmarés, de entrada: 15 veces campeón de Francia, campeón del mundo universitario, campeón de África del Norte, medalla de plata en los Juegos Macabeos, dos veces récord del mundo.
Podría contarse así su historia, pero el palmarés explica poco, o nada. Faltaría lo más importante, que hoy Assouline, en un café parisino, cuenta así: “Es el único atleta de alto nivel en el mundo que fue seleccionado para dos Juegos Olímpicos, Berlín 1936 y Londres 1948, y que, además, entre ambos fue deportado a Auschwitz y Buchenwald”.
Nakache tocó la cúspide, bajó al infierno y después encontró las fuerzas para seguir viviendo. Era un judío de la Argelia francesa que triunfó en la metrópolis. En Berlín 1936, los JJ OO de Hitler, quedó cuarto en la carrera de relevos por delante de los alemanes. Cuando en 1940 los alemanes ocuparon media Francia, dejó París por Toulouse, donde se sentía más seguro. Participó en la Resistencia mientras seguía compitiendo. Alguien lo denunció, probablemente otro nadador, Jacques Cartonnet, miembro de la milicia francesa pronazi. Alfred, su mujer, Paule y su hija, Annie, de dos años, fueron detenidos a finales de 1943 y deportados a Auschwitz. En la entrada del campo, Alfred tuvo que separarse de Paule y Annie. Nunca más volvió a verlas.
Alfred pesaba 85 kilogramos cuando fue deportado y llegó a pesar 45 antes de recobrar la libertad. Lo extraordinario es que, tres años después, logró participar en los Juegos de Londres. No obtuvo ninguna medalla, y no importaba. Escribe Assouline, que nació en Marruecos y creció idolatrando a deportistas como Nakache: “No sube al podio, pero no tiene nada de un dios caído. Su presencia basta. No ha luchado contra el cronómetro sino contra la barbarie que no ha logrado abatirlo. Esta es su victoria y nadie puede quitársela”.
Alfred, Léon: nada tienen en común aquella vida heroica y trágica y esta vida prometedora y feliz. Y, sin embargo... “Hay puntos en común”, explica el escritor en el café. “Primero, Toulouse, ciudad de adopción de Alfred y la ciudad natal de Léon. “El segundo punto: los Dauphins du TOEC”. Este es el nombre del club histórico de Toulouse al que perteneció Alfred y, décadas después, Léon. “Lo que marca la diferencia entre los campeones”, continúa, “es el factor humano. Personas como Alfred Nakache, el judoca Teddy Riner son buenos tipos. Léon es excepcional: me recuerda a Tintín.”
A Léon le queda una vida por delante. Alfred, después de Auschwitz, de Londres, de una segunda vida como profesor de gimnasia, sufrió un infarto mientras nadaba en el Mediterráneo a unos metros de la frontera con España. Le encantaba escuchar en el tocadiscos El emigrante de Juanito Valderrama y en su rostro había tristeza pero era una “tristeza luminosa”. Tenía 67 años.
“El relato de su existencia”, escribe Assouline, “podría resumirse en una frase: nació, nadó, murió”.
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