La perfecta imperfección de Simone Biles
La gimnasta norteamericana lidera, como de costumbre, la calificación individual, pero su desconcertante actuación no alcanza el nivel acostumbrado. Por equipos, Rusia se muestra superior a Estados Unidos
Sala de gimnasia Ariake. Parece una discoteca recién abierta. Sunday morning. La fiesta se ha acabado y no ha dejado residuos. Techo arqueado, gradas de madera, tarimas y tapices. Eco. Un quirófano esterilizado con música disco y luces estroboscópicas que perturban al cirujano, pero sus manos nunca sudarán: tiene tal intensidad congeladora el aire acondicionado, nivel pasillo de congelados del híper, que ni una gota perla un centímetro de piel. No huele a cubatas derramados, ambientador de fresa o vómito rancio. El suelo no está pringoso de ron y cocacola ni peligroso de cristales rotos...
Sala de gimnasia Ariake. Parece una discoteca recién abierta. Sunday morning. La fiesta se ha acabado y no ha dejado residuos. Techo arqueado, gradas de madera, tarimas y tapices. Eco. Un quirófano esterilizado con música disco y luces estroboscópicas que perturban al cirujano, pero sus manos nunca sudarán: tiene tal intensidad congeladora el aire acondicionado, nivel pasillo de congelados del híper, que ni una gota perla un centímetro de piel. No huele a cubatas derramados, ambientador de fresa o vómito rancio. El suelo no está pringoso de ron y cocacola ni peligroso de cristales rotos. De la noche densa del sábado solo quedan recuerdos. Sonidos que la ausencia de público multiplica. Todas actúan en una intimidad compartida. Piruetas y acrobacias. Barra a la izquierda, potro al frente, suelo en el centro, asimétricas a la derecha. Juegos Olímpicos Tokio 2020. Año de la pandemia.
Solo los animadores al micrófono y por los altavoces parecen tomárselo tan a pecho como las gimnastas, sus trajes disco brillantes, sus músculos tensos, preparadas para expresar todo lo que llevan cinco años ensayando. Es su momento. Hasta que entra Simone Biles, y sus compañeras detrás, estrellas rojas y doradas, sin barras, en su leotardo azul, y muchos brillos, y el mundo se para. El pabellón se llena de ruidos que acallan las voces agitadas, chilliditos, de compañeras o entrenadoras que guían a gimnastas en las asimétricas o en la barra de equilibrios. Las gradas, repentinamente, se pueblan de entrenadores, de más gimnastas de otros países, hasta entonces indiferentes en sus asuntos.
Una cámara se clava, permanente, en el colodrillo de la norteamericana, que sabe que a partir de ese segundo debe cuidar cada gesto que haga, cada mueca de aburrimiento, de indiferencia, de preocupación, como cuida sus palabras, cada vez más aceradas, más directas, más claras, cuando habla de los asuntos que importan, el Me too de los abusos de Larry Nassar, el médico de la selección de su país, el Black Lives Matter, Black Proud, cualquier otro.
La cámara que sobrevuela su cabeza es un peso que carga sobre sus hombros, sobre una clavícula en la que acaba de tatuar, eso cuenta el New York Times, un verso de Maya Angelou, “and still I rise”, “y aún me elevo”, y salta al tapiz central, el de suelo, y liberada del peso de la cámara, libre en el aire, se levanta, y se levanta en dos diagonales perfectas, un torbellino de movimientos complicados a tal velocidad y altura que parece transportada por el tifón que se anuncia para el martes en Tokio, así vuela, doble salto mortal de espaldas amenizado con varios giros, pero no aterriza en el rectángulo claro, sino en el marco azul oscuro, fuera de límites. El error hace feliz a la italiana Vanessa Ferrari, primera en suelo en la calificación, que a los 30 años, y tras superar una rotura de Aquiles, podrá decir al mundo: yo le gané a Biles en suelo, y con música de Bocelli.
Es el comienzo de una tarde de gimnasia desconcertante. Biles no es la Biles perfecta, pero hasta su imperfección, podría decirse así, es perfecta, sobresaliente. Son fallos de exceso de energía, de vitalidad, quizás de locura competitiva. Entra a 25 por hora al trampolín de Yurchenko, con rondada, y con medio giro para su Cheng se impulsa en el potro hasta más de 2,5 metros de altura, y sale tan disparada que después de un mortal en plancha y giro y medio aterriza un metro o dos más lejos que sus competidoras, y tan fuerte que se sale de la colchoneta y se lo comenta al mundo con un buf, ¿qué he hecho?, que lo dice todo, pero clava su segundo salto, un Amanar, entrada en Yurchenko y mortal extendido con dos giros y medio, y deja al mundo expectante, y deseoso de que en la final por equipos, el martes, le regale su propio Yurchenko, el de los dos mortales carpados, tan peligroso que nadie se atreve a hacerlo.
Falla su salida de la barra -después de un ejercicio en el que logra el milagro que solo estaba al alcance de los equilibristas del alambre entre dos torres de una catedral, por ejemplo, despertar a la vez el miedo extremo a una caída inevitable y dolorosa y, a la vez, la seguridad de que quien lo hace sabe tanto que la caída es imposible, y es un sentimiento estimulante y hermoso— porque se revoluciona tanto que cuando aterriza hace el gesto de quien pensaba que el suelo estaba más debajo de donde estaba en realidad. Es el aparato del bronce en Río, en el que se tambaleó, al que más ganas tiene de domar a la perfección porque cree que si falla ella le está fallando a todo el mundo.
“Estaba nerviosa”, explica Tom Forster, el responsable del equipo norteamericano, que busca, quizás inútilmente, una explicación racional al desconcierto. “Estaban descentradas, ella y sus compañeras”. Ninguna de ellas se para en la zona mixta después de un día en el que, todos están de acuerdo, han estado por debajo del nivel que se esperaba. Aunque Biles y su compañera Sunisa Lee, poseedora junto a la belga Nina Derwael, la campeona del mundo, de la gran magia de las asimétricas, el único aparato imperfecto de Biles, lideraron la clasificación general, por equipos Rusia, más limpia, con más profundidad de plantilla, terminó por delante de Estados Unidos por más de un punto. Y Estados Unidos lleva tres Juegos seguidos, desde Pekín, ganando el oro.
Otro trabajo para Biles, clasificada también para las cuatro finales por aparatos, quien también en la imperfección sigue creciendo, pero se pierde una visión real de lo que podría ser ella dentro de 22 años, a los 46, como Oksana Chusovitina, que, cuando ya Biles se ha ido, salta por última vez, lo ha prometido, en unos Juegos Olímpicos. Campeona olímpica con el equipo unificado (la antigua Unión Soviética) en Barcelona 92, Chusovitina, 10 medallas mundiales, compite por Uzbekistán, y luce en el pecho de su leotardo verde un ocho, como los Juegos que ha disputado, y, después de hacerlo (y ni tan mal, termina la 12ª), se despide de todos, lanzando besos a las gradas vacías y, sobre todo, a sus compañeras gimnastas, quienes inmediatamente abandonan sus afanes y la aplauden, y hay más jaleo en el pabellón que con Biles. Aplauden todos, salvo los jueces, es natural, y llora Chusovitina, que tiene una hija de 23 años, mayor que muchas de las rivales, y cejas salvajes soviéticas, y las uñas verdes, blancas y azules de la bandera de Uzbekistán. Y todas las gimnastas, sus hijas podrían ser, corren a hacerse fotos con ella, emocionadas. Nadie se la quiere perder, como a Biles, claro.
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