Pues ha estado bien
La ceremonia inaugural mantuvo sus dos pilares: un imaginativo recorrido histórico, social y cultural del país organizador y la indisimulada felicidad de los deportistas
Pues al final y a pesar de los oscuros augurios, ha estado bien. Siempre teniendo en cuenta la imposibilidad de que una ceremonia de casi cuatro horas no se te haga bola en algún pasaje y más si es la hora de comer. No hubo público, ni más aplausos que los de los animosos e indesmayables voluntarios que han ido celebrando la llegada de más de 200 delegaciones nacionales sin decaer nunca en su entusiasmo (mi sincero reconocimiento a su titánico esfuerzo). Pero incluso con esos contratiempos, la ceremonia de inauguración no me ha parecido esencialmente diferente a otras anteriores. Algo más reca...
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Pues al final y a pesar de los oscuros augurios, ha estado bien. Siempre teniendo en cuenta la imposibilidad de que una ceremonia de casi cuatro horas no se te haga bola en algún pasaje y más si es la hora de comer. No hubo público, ni más aplausos que los de los animosos e indesmayables voluntarios que han ido celebrando la llegada de más de 200 delegaciones nacionales sin decaer nunca en su entusiasmo (mi sincero reconocimiento a su titánico esfuerzo). Pero incluso con esos contratiempos, la ceremonia de inauguración no me ha parecido esencialmente diferente a otras anteriores. Algo más recatada pero manteniendo intactos sus dos pilares más importantes: un imaginativo recorrido histórico, social y cultural del país organizador y la indisimulada felicidad de los deportistas.
Sobre lo primero y antes de nada, una declaración de principios. A mí Japón me gusta mucho. Es posible que el origen de esta simpatía me llegase de mi padre, que en los años 70 hizo varios viajes profesionales a Tokio y Osaka. A la vuelta, además de contarnos mil batallas de lo diferentes que eran, lo mucho que trabajaban y la cantidad de tarjetas de visita que te daban, nunca faltaba en su maleta algún gadget electrónico de última generación que nos dejaba con la boca abierta. Muchos años después pude visitarlo y de paso, vi ganar a España un Mundial de baloncesto, algo que ni en los mejores sueños habíamos imaginado. Cosas de la vida, tengo un sobrino japonés que se llama Kai y que igual dentro de tres años le vemos saltando vallas en París. Me gusta cada día más la comida china, me rompe positivamente la cabeza esa convivencia entre el respeto a sus ancestros y la modernidad más extrema y me reí mucho con el programa Humor amarillo.
Aun teniéndome ganado, las partes dedicadas a su país y su capital me han parecido extraordinarias. Ese globo terráqueo drónico, los 50 pictogramas (invento suyo para Tokio 64) representados como si fuesen Tricicle, el momento madera, el paseo nocturno por Tokio o el indispensable Kabuki nos han mostrado una vez más que su capacidad creativa con lo sencillo y con lo avanzado es inagotable.
Y luego está el desfile. Esta vez hubo poco desbarre, bastantes ausencias y las filas se mantuvieron más que nunca. Pero no faltó lo más importante. La alegría de los atletas. Independientemente de la edición que sea y las circunstancias que acontezcan, cuando participas en una ceremonia de inauguración te invade una sensación única. Sentirte protagonista de un acontecimiento histórico que no por repetido, deja de tener su impacto. Y eso te ilumina. Desconoces lo que puede ocurrir a partir de mañana, pero eres consciente de lo que ha costado llegar hasta ahí y del privilegio que supone ser uno de los pocos miles de deportistas elegidos en todo el mundo. Eso, ocurra lo que ocurra, te lo llevas para casa. Ante tamaña felicidad colectiva, resulta difícil no contagiarte.
Hubo más, que cuatro horas dan para mucho. Unos cuantos discursos bienintencionados, el Imagine que siempre funciona, un encendido del pebetero sobrio pero efectivo y hala, a descansar. Que esa es otra cosa que hay que decir. Para el atleta, resulta agotador este trajín.
Posdata. “Están muy guapos”, dice la adorable Almudena Cid, leyenda de la gimnasia española, cuando le toca el turno de salir a la estilosa delegación española comandada por Mireia Belmonte y Saúl Craviotto. Y esa frase me traslada 40 años atrás, cuando en Moscú mirábamos extasiados a los italianos, nosotros con una sahariana indescriptiblemente rematada con un sombrero Indiana Jones de marca blanca y ellos impactantes en sus trajes Sergio Tacchini.
Se me escapa una sonrisa y empiezo a tararear el cómo hemos cambiado.
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