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Ética entre emociones

No es el mundo ideal el que refleja el fútbol, sino que simula y exagera el real, al que tampoco le sobra honestidad

Polémicas, conflictos, declaraciones inoportunas, continua exhibición de disvalores. Es que el fútbol no premia al más honesto sino al más efectivo. Imposible, entonces, entenderlo como una brújula moral. Para acotar el territorio decimos que “lo que ocurre en el campo se queda en el campo”, frase que pretende investir al fútbol de cierta decencia. Pero es un guiño cuasi mafioso: ¿por qué el campo debe permitir lo que la sociedad no?

Estamos dispuestos a torcer el vocabulario para no estropear la apariencia de nobleza. La malicia se convierte en viveza, la astucia suplanta a la intelige...

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Polémicas, conflictos, declaraciones inoportunas, continua exhibición de disvalores. Es que el fútbol no premia al más honesto sino al más efectivo. Imposible, entonces, entenderlo como una brújula moral. Para acotar el territorio decimos que “lo que ocurre en el campo se queda en el campo”, frase que pretende investir al fútbol de cierta decencia. Pero es un guiño cuasi mafioso: ¿por qué el campo debe permitir lo que la sociedad no?

Estamos dispuestos a torcer el vocabulario para no estropear la apariencia de nobleza. La malicia se convierte en viveza, la astucia suplanta a la inteligencia y las pequeñas trampas no son más que una de esas “cosas del fútbol” que hemos normalizado.

Pienso en ello leyendo El deporte en la literatura, del magistrado Enrique Arnaldo. Libro que hace un repaso minucioso del protagonismo que ha tenido el deporte en cientos de escritores desde todas las perspectivas posibles. Uno de los capítulos habla de “Los valores del deporte” y encuentro citas del mundo de la esgrima, el atletismo, el rugby… Pero en ese capítulo el fútbol parece no existir, como si la ética le resultara ajena. No creo que nadie se sienta sorprendido.

El fútbol está examinado por decenas de cámaras que lo denuncian todo. Pero hay reflejos paulovianos que siguen presentes. Me incomodan los jugadores que quieren sacar una falta medio metro más acá o más allá de lo indicado. Me molestan los jugadores que se tiran al suelo y gritan como si los hubieran degollado por un codazo o un pisotón casual. Me indignan los balones que caen al campo para perder tiempo. En todo hay una deslealtad hacia el juego y el rival que entendemos como parte del oficio. Detrás hay una moralidad básica que vamos abandonando.

No es el mundo ideal el que refleja el fútbol, sino que simula y exagera el real, al que tampoco le sobra honestidad. Por esa razón, un gesto noble dentro de un estadio se vuelve extraordinario. Porque ocurre a contracorriente dentro de un ecosistema donde el deseo de ganar en medio de fuertes emociones derriba las buenas costumbres y hasta consagra las malas.

Para muchos, la mezcla de malicia y picardía es sabiduría popular aplicada al fútbol. “La mano de dios” es parte inolvidable de la historia del fútbol. En aquel gol de Diego ante los ingleses se traicionó la norma de forma escandalosa visto el episodio desde la ética más elemental. Lo digo cuarenta años después, pero en su momento me pareció una buena idea abrazar a Diego para fortalecer el engaño. Ante todos ustedes, un cómplice necesario.

La identidad pesa mucho. Somos seres sociales que viven en comunidad y se construyen en ella. La identidad se moldea por el reconocimiento de los otros. Sin ese espejo colectivo no sabríamos quiénes somos. La pertenencia es un ancla, una necesidad de validación que garantiza la inclusión al grupo, dándonos seguridad y confianza. La ética se construye en esa tensión, la de ser uno sin dejar de ser parte de todos. Por esa razón, un penalti que para los de un equipo es injusto para el otro es indiscutible. Lo vemos en cada partido.

¿Cómo se arregla la cuestión moral en un medio donde la astucia es considerada un valor y la honestidad una ingenuidad? No lo sé. No paro de escuchar a hinchas de todos los equipos decir, muy sueltos de cuerpo y delante de sus hijos, “ojalá ganemos en el último minuto con un penalti injusto”. Para prolongar, seguramente, la injusticia como modo de vida. A la ética, en definitiva, no hay que recomendarle la emoción. Ni siquiera jugando.

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