La rodilla devorada de Gavi
Es la cara oculta del contrato con la élite: una mezcla de problemas físicos y maltrato cultural, porque en la cima del deporte, la impaciencia se mide en partidos
Cualquiera que haya pasado por las tripas de un hospital sabe reconocer la soledad extraña que se siente al estar rodeado de mucha gente, ese silencio pastoso que se filtra entre el barullo sordo del personal sanitario, las visitas, el compañero de habitación, la televisión de monedas, los pensamientos propios... Todo incomoda un poco más a la sombra de un diagnóstico médico y...
Cualquiera que haya pasado por las tripas de un hospital sabe reconocer la soledad extraña que se siente al estar rodeado de mucha gente, ese silencio pastoso que se filtra entre el barullo sordo del personal sanitario, las visitas, el compañero de habitación, la televisión de monedas, los pensamientos propios... Todo incomoda un poco más a la sombra de un diagnóstico médico y el de Gavi, tras pasar nuevamente por el quirófano, debe sentirse como una derrota íntima, la frustración de un chaval que debería estar planificando conquistas junto a sus compañeros en lugar de acumular cicatrices en su rodilla derecha: qué mundo este, el del fútbol, que fabrica héroes con cara de niño y piernas de veterano, la obra maestra de un guionista con prisas.
Es la cara oculta del contrato con la élite, una mezcla de problemas físicos y maltrato cultural porque en la cima del deporte, esa cumbre a la que solo unos pocos acceden, la impaciencia se puede medir en partidos, ni siquiera en semanas, meses o años. Lo que para un médico sería un plazo razonable de recuperación, se convierte en una espera insoportable para el aficionado, siempre necesitado de que sus pirañas favoritas mordisqueen los tobillos rivales y no se resienta la circulación del balón. Por ahí suele aparecer la ansiedad del muchacho que aspira a sentirse imprescindible, a menudo recalentada por un entorno que le aplaude su naturaleza indomable, pero que no dudará en castigarlo u olvidarlo cuando su propio cuerpo le recuerde que también es humano. “Recuerda que hasta tú te puedes romper”, deberían susurrarle al oído en las noches de gloria.
Siempre es mal negocio cuando el hambre y las ganas de comer se dan la mano. Cuando un futbolista juega como si no existiera el mañana y su club necesite banderas que enarbolar cuando arrecian las tormentas. Cuando nos empeñamos en confundir la épica con la insensatez, comenzando por los moradores de unas gradas que siempre insistimos en acelerar. Es la sopa en la que flotan rodillas como la de Gavi, herramientas de trabajo que podrían contar su historia poniendo motes a las costuras, un líquido viscoso que convierte a los futbolistas en proteína masticable y fácilmente asimilable, siempre a la espera de un nuevo sabor. Todos repiten el discurso del cuidado y la paciencia, pero entonces llega el partido decisivo, o los minutos finales del duelo, y la tentación es casi siempre la misma: ¿por qué no arriesgar un poco más? Solo la victoria parece innegociable y urgente.
Sobre responsabilidades compartidas se podrían escribir varios tratados. Ahí se suman las presiones de entrenadores, médicos, directivos, agentes, aficionados, entornos... Incluso de la prensa, demasiado propensa a fabricar historias de épica cuando un chiquillo cualquiera anuncia su regreso exprés. ¿Cómo no correr más de la cuenta cuando uno se agencia una cierta fama de gladiador? Lo cierto es que, en los grandes coliseos romanos, al menos, se estilaba una cierta pausa entre combate y combate.
El calvario incipiente de Gavi podría servir de algo, tampoco de mucho. En otro contexto menos consumista, se podría dejar de romantizar la resiliencia de un futbolista que bastante tiene con recuperarse, con reconstruirse, como para que el resto del mundo decida utilizarlo a modo de espejo. Incluso un portento como el sevillano tiene sus límites, aunque nadie le haya enseñado nunca que la historia también se puede escribir con paciencia. Con 20 años, el tiempo sigue estando de su parte, pero lo que está en juego no solo es su regreso a los campos de fútbol, sino la capacidad de este deporte para aprender a no devorar a sus hijos.