Silba, abuchea, pero no se lo cuentes a tu madre
Cada vez provoca más vergüenza asomarse a los grandes estadios de fútbol, da igual la cantidad de veces que apartemos la mirada o nos tapemos los oídos
Cada vez provoca más vergüenza asomarse a los grandes estadios de fútbol, da igual la cantidad de veces que apartemos la mirada o nos tapemos los oídos. Este mismo martes, durante el minuto de silencio organizado por el Real Madrid para recordar al fallecido Javier Dorado, un nutrido grupo de hinchas del Atleti encontró la ventana de oportunidad que estaba buscando para llamar la atención y se puso a silbar. ¿Imaginan la escena posterior? Uno de esos hinchas llega a su casa. Satisfecho pese a la derrota, ...
Cada vez provoca más vergüenza asomarse a los grandes estadios de fútbol, da igual la cantidad de veces que apartemos la mirada o nos tapemos los oídos. Este mismo martes, durante el minuto de silencio organizado por el Real Madrid para recordar al fallecido Javier Dorado, un nutrido grupo de hinchas del Atleti encontró la ventana de oportunidad que estaba buscando para llamar la atención y se puso a silbar. ¿Imaginan la escena posterior? Uno de esos hinchas llega a su casa. Satisfecho pese a la derrota, como el Cholo Simeone. Se encuentra con su hijo, todavía despierto. O con su madre, que le ha preparado una tortilla. Y a la pregunta de qué tal ha ido el partido, este le contesta: “De maravilla. Hemos profanado el recuerdo a un chaval que se murió la semana pasada tras una larga enfermedad y todavía nos queda el partido de vuelta. Sácate algo de pan”.
Se indigna el madridista con razón, aunque más nos valdría a todos que la indignación cambiase, al menos por una vez, de bando. Que se indignasen los aficionados blancos el día que resuenan los habituales cánticos homófobos contra Guardiola, ya no hablemos ante la ausencia del buen gusto. Y que se revuelva con asco, dolor y rabia el colchonero cuando, al amparo de sus mismos colores, aparecen unos cafres a insultar la memoria de un futbolista rival en pleno homenaje. Pero, sobre todo, que se indignen los clubes. O que lo parezca, al menos. Porque la realidad es una constante que acostumbramos a pasar por alto y ayer la verbalizaba, a la perfección, Manu Carreño en El Larguero: “Qué casualidad que siempre le tocan las entradas a este nido de víboras”.
En 2010, durante aquella campaña electoral que le llevó a la presidencia del Barça, Sandro Rosell firmó un pacto con Boixos Nois y otros grupos para crear una grada de animación. El documento, descubierto y publicado por Catalunya Ràdio tres años después, llevaba fecha de mayo y desglosaba, a lo largo de seis páginas, la filosofía de dicha grada, incluido el rechazo explícito a la violencia. Aquella treta no confundió a los Mossos d’Esquadra, que la vetaría por la presencia de elementos extremadamente peligrosos, recelo que no evitó el impulso extraoficial desde el propio club, incluida su financiación. En ese mismo año 2013, la Conselleria de Interior de la Generalitat anunciaba un segundo expediente sancionador al Barça por la venta, directa o indirecta, de entradas a grupos violentos. Y ocurrió entonces en Barcelona lo que ahora se empieza a verbalizar en Madrid: que ya nadie se sorprendía, aunque la suerte favoreciese siempre a los mismos.
Javier Dorado murió el pasado jueves, a los 48 años, tras no poder superar un cáncer. Se cuajó como futbolista en la cantera del Real Madrid y formó parte de aquel equipo coronado como campeón de Europa en París frente al Valencia. Jugó hasta los 35 años, defendió los colores de clubes como la UD Salamanca, el Sporting de Gijón, el Rayo Vallecano, el Mallorca... Y se retiró tras jugar una temporada en la ahora extinta Segunda B con el Atlético Baleares. Se necesita mucha pasión y un nivel excepcional de esfuerzo para completar una carrera como la suya. Algunos de los que pitaron en su homenaje el pasado martes no saben ni hacerse una tortilla. Por eso buscan su minuto de gloria entre el respeto de la mayoría. Y por eso silban mientras los demás guardan silencio: porque el silencio, casi por norma, acostumbra a ser su cómplice.